La vida en sociedades democráticas trae siempre el reto de cómo lidiar con aquellos que se aprovechan de sus bondades, pero no siguen las reglas del juego cuando así lo desean. Este proceder causa profunda insatisfacción en muchos ciudadanos, con frecuencia susceptibles de seguir aquienes ofrecen “ley y orden” como antídoto.
Aunque no se comparta esta posición, no es difícil entender su atractivo. El llamado a la “ley y orden” es una forma de prometer estabilidad, predictibilidad en la vida social. Y esto, de cumplirse, eliminaría la incertidumbre, permanente adversaria de la tranquilidad humana en todas sus manifestaciones.
Sin embargo, las ofertas de “ley y orden” suelen ser demagogia y poco más. Por lo general, esconden la aplicación selectiva de la ley y el orden contra unos cuantos. Por ejemplo, casi siempre resultan en autoridades abusivas que no reparan en los medios para alcanzar los fines que ellas mismas han definido, como si la ley no las obligara a ellas también. Esto es típico del discurso que apoya la mano dura policial.
Esta falla es peligrosa por el hecho evidente de que el poder de control que crea tiene vocación absoluta y por eso, para permanecer en el tiempo, requiere constantementede nuevos sectores a los cuales disciplinar. Es decir, que no sólo crean una espiral de violencia, sino que además todos al final terminaremos siendo objeto de su ira.
El Estado de derecho es importante porque asegura que todos jueguen según las reglas, particularmente cuando se trata de quienes ejercen el monopolio de la fuerza legítima. Todo acto de violencia es condenable. Pero cuando lo comete quien está llamado a preservar la ley es peor, puesto que usa para dañar a otros las herramientas y la autoridad que el Estado debiera dedicar al bienestar común.
De ahí que los llamados a “ley y orden” seantramposos: no procuran afirmar la institucionalidad sino sólo el poder estatal, casi siempre sin los controles adecuados. Es necesario resistir siempre esos cantos de sirena.