El proyecto de ley de extinción de dominio ha dividido a los legisladores de los diferentes partidos.
SANTO DOMINGO.-El debate sobre la ley de extinción de dominio adquirió matiz de urgencia cuando la pasada semana el sector oficialista que la propone envió dos mensajes enérgicos.
El primero, que no obstante las muchas críticas fundadas, el proyecto no se discutirá más y, el segundo, que se aprobará “sí o sí”.
Ambas son declaraciones preocupantes porque es un peligro aprobar sin consenso un proyecto con esta capacidad de incidir sobre la vida económica, social y política del país.
Para analizar el tema, lo primero que hay que hacer es ignorar el argumento falaz de que sus críticos no quieren que exista una ley de extinción de dominio o que esas críticas al proyecto los hacen cómplices de la corrupción o el narcotráfico. Estos no son argumentos sino simples intentos de evitar el debate, y no hay que aceptarlo.
El país se beneficiaría de una buena ley de extinción de dominio, pero no de un proyecto que tenga las características del depositado en febrero de este año. Por cuestiones de espacio, en lo adelante solo me ocuparé de las más importantes violaciones a la Constitución y sus efectos en la vida económica.
El objetivo de una ley de extinción de dominio es combatir la criminalidad económica facilitando que los bienes que produce pasen a formar parte del patrimonio estatal. El proceso suele ser sencillo y ágil.
Sin embargo, esas características no liberan al Estado de la obligación de respetar el derecho constitucional al debido proceso y el derecho a la propiedad.
Y esto último es precisamente lo que no hace el proyecto depositado en febrero en el Senado, que es el que debe servir de fundamento al análisis, porque su redacción actual se maneja como secreto de Estado.
Veamos las consecuencias que tendría el proyecto en caso de convertirse en ley.
Derecho a la propiedad
El derecho a la propiedad es tenido, con razón, como uno de los fundamentos de la libertad política contemporánea.
El motivo de esto es sencillo: si las personas no pueden poseer y mantener el fruto de su esfuerzo y los medios que les sirven para explotarlo, vivirán en un estado de carencia absoluta y de dependencia total del Estado.
Esto impediría que puedan hacer valer sus opiniones, criticar a los gobiernos y ejercer sus derechos políticos. Los matices pueden discutirse, pero la relación entre derecho a la propiedad y democracia es demostrable.
¿Cómo funciona esto? Toda persona se presume propietaria lícita de los bienes que están registrados a su nombre o están en su posesión.
Es una presunción que acepta prueba en contrario, pero existe. Se encuentra amparada por una segunda línea de defensa, que es la presunción de buena fe en la compra. En pocas palabras, incluso si un bien tiene un origen ilícito, se protege al comprador que demuestra que lo adquirió de buena fe.
De acuerdo con el proyecto de febrero esto desaparece y, una vez inicia el proceso de extinción de dominio, la propiedad se presume ilícita y es al afectado a quien corresponde probar lo contrario.
De tal forma que, de dos presunciones que protegen a la propiedad, el propietario ve desaparecer la más importante.
En los hechos, esto quiere decir que la presunción operante es que el Estado tiene derecho a despojarlo de sus bienes, a menos que usted lo convenza de que no debe hacerlo.
El mundo al revés.
Además, solo hay que imaginarse el costo transaccional que introduciría en el mercado dominicano semejante atentado a la seguridad jurídica del derecho a la propiedad.
El debido proceso
Son tres las faltas más graves al debido proceso: a) violación de la prohibición de doble persecución (non bis in idem), b) violación del derecho a la defensa y c) violación al principio de irretroactividad.
a) Violación al non bis in idem
El artículo 69.5 constitucional prohíbe que una persona sea perseguida dos veces por la misma causa. Por ejemplo, si alguien es perseguido por un delito, digamos la evasión de impuestos, y es encontrado no responsable por sentencia definitiva, no puede volver a ser perseguido por ello porque se considera que hay “cosa juzgada”. Con esto se garantiza que el Estado no repita las persecuciones hasta obtener una condena.
Sin embargo, según la definición el artículo 11 del proyecto prevé, solo habrá “cosa juzgada” cuando el tribunal se haya pronunciado respecto al “fondo” del asunto. Es decir, de los hechos.
¿Dónde está el problema? Pues que no en todos los casos los tribunales se pronuncian sobre los hechos cometidos por la persona sometida. Por ejemplo, en materia administrativa o tributaria, con mucha frecuencia los tribunales favorecen al ciudadano porque la Administración cometió arbitrariedades en la forma, no en el fondo.
Casos como estos permitirían a la DGII buscarle el ángulo penal al conflicto (evasión tributaria, por ejemplo) y entonces usar la vía de la extinción de dominio para despojar al contribuyente de sus bienes incluso cuando haya perdido en la jurisdicción administrativa.
b) Violación del derecho a la defensa
El proyecto establece un régimen procesal extraordinariamente sumario en el cual, además de la desaparición de las presunciones que suelen proteger el derecho a la propiedad, el derecho a la defensa brilla por su ausencia. Esto lo justifican los proponentes diciendo que se trata de un juicio “in rem”.
Es decir, un juicio sobre la cosa y no un juicio al propietario, que entonces no tiene por qué gozar de las garantías que sí le acompañarían en un juicio ordinario. Algo así como “es de ti, pero no es contigo”, pero en clave confiscatoria.
Si al lector le parece una trampa es porque lo es. Los bienes no tienen derechos porque no tienen personalidad ni voluntad, son cosas. Incluso las personas morales se defienden por vía de sus directivos, aunque ellos no sean los directamente enjuiciados.
El propósito de los proponentes del proyecto es limitar el derecho de las personas a defender su propiedad y exponerlas a perderla sin poder defenderse efectivamente. Esto es un cambio sustancial del régimen de la propiedad en la República Dominicana.
c) Retroactividad
Como es claro que el artículo 110 constitucional prohíbe la aplicación retroactiva de las leyes, los ideadores del proyecto de febrero afirman que no se trataría de aplicación retroactiva, sino “retrospectiva”. Es decir, la misma cosa en otro empaque.
Alegan que no hay retroactividad porque la propiedad era ilícita desde antes de aprobarse la Ley de Extinción de Dominio y que esta solo establece un nuevo procedimiento.
Pero resulta que esto no es del todo cierto. Aunque no es la nueva ley la que establece la ilicitud de la propiedad, sí establece una acción jurídicamente novedosa que implica una sanción distinta mediante procedimientos distintos.
Esto es una consecuencia -no deseada por ellos- de transformar el decomiso en una acción “in rem”. Quieren poder obtener los beneficios de ese cambio, sin pagar el precio jurídico. Así no se puede.
Las garantías
— Intereses legítimos
El artículo 69, Constitución de la República, trata sobre la tutela judicial efectiva y el debido proceso, que es una prerrogativa a la que tiene derecho toda persona en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos.
Conclusión
Una espada. La República Dominicana requiere de una ley de extinción de dominio, pero no cualquier ley. Un instrumento tan poderoso debe estar pensado para ser efectivo sin prestarse a arbitrariedades.
Y debe poder usarse solo cuando no exista otra vía posible de perseguir la criminalidad económica, cuando los bienes han sido abandonados o cuando -como suele ocurrir con este tipo de delitos- la persona ha sido juzgada y condenada en una jurisdicción distinta a la dominicana.
No podemos claudicar ante el crimen, pero tampoco podemos renunciar a la seguridad jurídica que hace posible la vida en paz, en democracia y con progreso económico.
Una ley como la propuesta en febrero sería una espada de Damocles que solo estaría esperando caer en manos de un Ministerio Público corrupto para convertirse en mecanismo de extorsión política y económica.
El verdadero aporte a la institucionalidad democrática sería tomarse un respiro y sacar una ley buena desde el principio.