Con miles de vuelos cancelados, millones de empleos vacantes y tasas de inflación rampantes, cae en picada la popularidad de los gobiernos del mundo.
Por el COVID-19, aerolíneas y aeropuertos mandaron a la calle al personal, reduciendo su capacidad para atender los pasajeros después de superada la pandemia.
Reincorporar trabajadores en un sector tan delicado no es cosa fácil. Muchos ya trabajan en otros cargos. Los demás deben superar largas semanas de evaluación de seguridad antes de reintegrarse a sus empleos.
Quizá por ello, según IATA, la recuperación de la aviación es apenas 88 % del registrado en 2019. Así, continúan las colas interminables en aeropuertos y las maletas perdidas de los que lograron abordar sus vuelos.
Un sector tan estratégico debiera saber que su resiliencia depende, quizás más que ningún otro, de la disponibilidad de personal calificado en las buenas y en las malas.
El mayor costo político, sin embargo, se deriva de la inflación en los precios de alimentos y combustibles.
Aquellos que compran todo lo que comen fuera de sus países, importan inflación y confrontan en las calles el disgusto del pueblo, cuyos maltrechos ingresos les impiden pagarlo todo más caro.
Aquellos que producen localmente sus alimentos principales pueden manejarse mejor, siempre y cuando también tengan libre comercio con países productores eficientes de comida.
El caso más dramático es el de los que compran combustibles al precio “spot” del mercado. Por más que amortigüen con subsidios la inflación, tarde o temprano les llegarán el ajuste, los disturbios y la impopularidad.
En Asia los precios de la energía también suben, pero mucho más lentamente que en otras regiones del mundo, por comprar sus combustibles en virtud de contratos de largo plazo.
Ya lo advirtió el ministro de energía de Qatar en octubre 2021, cuando emplazaba a las autoridades europeas a decidir “si querían o no más oferta” de gas natural proveniente “de su país”, desafiándolos a imitar el ejemplo asiático ahora que “la demanda está creciendo mucho más rápido que la oferta”
(https://www.ft.com/content/79ecef3a
-4cb0-430d-9339-18b0a01e33ee).
Si eso era cierto en 2021, ahora más aún lo es, ante el cierre de gasoductos rusos por la guerra en Ucrania.
El gas natural es el combustible fósil menos contaminante. En condiciones normales tiene que jugar un rol clave en la descarbonización del mundo.
Lamentablemente ya no vivimos en condiciones normales y no se espera que por los próximos años la oferta de gas pueda suplir una demanda crecientemente insatisfecha.
Tanto Alemania como China están reemplazando por carbón a un gas natural cada vez más caro, incrementando así las emisiones contaminantes y el efecto invernadero.
Para evitar que las cosas se calienten aún más este verano hay que imitar a los países que mejor se manejan en la crisis, negociando, por todos los medios posibles, contratos de suministro de largo plazo que aseguren la estabilidad de los precios de los combustibles.
Están en juego la lucha contra el cambio climático, la resiliencia social de los países y con ella la estabilidad política sobre la cual descansa la gobernabilidad en las naciones democráticas del mundo.