Siempre es lo mismo. Ni más ni menos. La República Dominicana está en el mismo trayecto de los huracanes, de las tormentas tropicales y no es por casualidad ni coincidencia que cada año, las autoridades gubernamentales anuncian religiosamente “el inicio de la temporada ciclónica en el Atlántico, del primero de junio al 30 de noviembre”. ¿Qué parte no entendemos de esto?
El mes de septiembre está catapultado en el marco de ese período como el de mayor actividad meteorológica. La mayoría no logra impactar, pero cuando algunos logran tocar tierra, se dejan sentir.
Basta citar la historia y traer los nombres del huracán San Zenón, categoría 4, que devastó a Santo Domingo, el 3 de septiembre del 1930,con más de 4,000 muertos y 20,000 heridos; Inéz, con más de mil muertos y daños graves a los entonces prósperos, cultivos de azúcar y banano de la isla, y que dejó a más de diez mil personas sin hogar, el 28 de septiembre del 1966.
Beulah es el nombre que también quedó en los registros, posicionado como un ciclón de categoría 4, ocurrido el 11 de septiembre de 1967, con vientos máximos de 225 kilómetros por hora, y que produjo fuertes precipitaciones en Santo Domingo, en el oeste del país y la isla Beata.
Otros de más cercanía en el tiempo también han dejado dolorosas huellas en el corazón de las familias dominicanas y en el de la sociedad misma, en sentido general.
El huracán David, cuarto ciclón tropical nombrado de aquella temporada de huracanes en el Atlántico en el 1979, alcanzó la categoría 5 en la escala de Saffir-Simpson, y se convirtió en uno de los más mortíferos de la última mitad del pasado siglo XX.
Más de 2.000 víctimas fatales a su paso, mayormente en la República Dominicana, sus efectos se extendieron más allá de septiembre y tras su paso, la también devastadora tormenta tropical, Federico.
Quienes ya han iniciado la llamada “tercera juventud” y muchos de los que apenas alcanzan la mitad de esa hermosa y consolidadora etapa de la vida humana, no olvidarán ni por un segundo los alcances del huracán Georges, ocurrido el 22 de septiembre del 1998.
Niños, niñas, jóvenes, viejos y ancianos se volvieron uno solo. Todos llenos de angustia, incertidumbre y dolor; algunos, también de luto.
George azotó entró por el Este, en cuya región destruyó viviendas, y provocó miles de muertos. Sus alcances fueron tan fuertes que, incluso, llegó a “borrar del mapa”, toda una barriada, La Mesopotamia, en la región Sur del país, en San Juan.
Referir aquello es retrotraerse a una de las más “azarosas” tragedias, que le ha tocado vivir a la República Dominicana.
¿Qué parte de “temporada ciclónica junio-noviembre” no logramos entender? Compartiré aquí algunas respuestas:
1.- Que en ese período nos hacemos mucho más vulnerables a una catástrofe
2.- Que se produce una resistencia casi colectiva a cambiar el mismo esquema de siempre: “pegar el grito al cielo” cuando ocurre algo que era previsible.
3.-Que, en temporada ciclónica, el tiempo, la brisa y el viento pueden ser suaves elementos inspiradores de música y poesía, pero también (y es lo más probable) generadores de desgarradoras escenas de desnudos de nuestra histórica condición social de vulnerabilidad.
¿Qué lecciones nos deja Fiona, que sin pasar de categoría uno, en la República Dominicana, provocó grandes daños, aunque no hubo elevado número de muertes, y eso hay que decirlo?…
Como lección nos grita al oído que no debemos seguir haciendo exactamente lo mismo y esperar resultados diferentes. ¡Por Dios! Hay que cambiar, cambiar, cambiar, cambiar. Como decía frecuentemente el líder político dominicano José Francisco Peña Gómez, citando a los clásicos europeos: “Tenemos que ver un poco más allá de la curva”.