El actual proceso electoral dejará muchas lecciones, algunas de las cuales ya se avizoran. Una de las más palmarias será la inadecuación del sistema de altas cortes en la República Dominicana, que permite a los actores sociales y políticos llamados a dar solución democrática a los problemas de gobernabilidad, descargar su responsabilidad en los tribunales.
Específicamente, en el Tribunal Constitucional y en el Tribunal Superior Electoral.
Por ejemplo, las peripecias de las leyes sobre los partidos políticos y del régimen electoral son de todos conocidas.
Cuando algunos sectores se dieron cuenta de que les iban a ser aplicadas a ellos y no solo a los demás, acudieron raudos y veloces al Tribunal Constitucional para que les resolviera el problema.
El Tribunal falló algunas veces a favor de los accionantes, otras en contra, y sobre otras más aun no se pronuncia. Pero lo claro es que la solución a la ruptura del consenso democrático se le ha cargado a este órgano.
Esto es peligroso, porque los tribunales enfrentan un obstáculo para ser los árbitros últimos de la democracia: su falta de legitimación democrática directa. Resulta pues muy difícil para esas instituciones decidir cuál es, o debe ser, la fórmula que sigan las leyes y procedimientos que determinan quién recibe el mandato popular.
Esto no es culpa de los jueces, que están obligados a fallar los casos que se les presentan, sino de un sistema político demostradamente incapaz de mantener los consensos básicos para la democracia o de resistir la presión de sus políticos de peso pesado.
Así las cosas, toda la responsabilidad recae sobre los jueces del Tribunal Constitucional y del Tribunal Superior Electoral, que por mandato legal no pueden pasar la papa caliente a terceros.
Una terrible distorsión del Estado de derecho porque, pese a su prerrogativa de decidir sobre Derecho, el papel de estos órganos tiene dimensión política y no pueden fallar sin poner un ojo sobre las consecuencias de su decisión. Es decir, serán considerados responsables de los resultados.
Con este proceder, en lugar de solucionar las crisis, o de aceptar los límites que la ley impone a su proceder, la clase política solo las retrasa e incrementa.
Ahí están como ejemplo los casos de Nicaragua, Bolivia y España (este último cuya crisis política tiene mucho que ver con la anulación judicial del estatuto de autonomía catalán).
No corresponde a los tribunales estar decidiendo sobre las reglas básicas del sistema representativo. Eso forma parte elemental del consenso político que sustenta una democracia y ningún razonamiento jurídico puede suplirlo, por brillante que sea.
En mi opinión, bien harían estos tribunales en empezar a usar la doctrina de la “cuestión política” con la que los jueces de otras latitudes han señalado correctamente a los políticos que los encargados de lograr consensos democráticos son ellos y no otros.