No pudo conciliar el sueño esa noche. Milagros, su compañera, no tardó en despertar poseída por similar sobresalto. Procedió, entonces, a encender la minúscula lámpara de pantalla color naranja que reposaba en una de las mesillas laterales.
Lo miró, los labios trémulos, las manos sin sitio, y la obligada pregunta de ¿Qué te pasa?
Martín rehusó mirarla, le dio la espalda, avergonzado y expectante ante las reacciones y críticas que no tardarían y la probable excusa de siempre sobre una visita al médico que, estaba seguro, nunca tendría lugar. En realidad, él sabía que se trataba de miedo, porque no era la primera vez.
No era la primera vez. Le había ocurrido en reiteradas ocasiones. La inquietud, el desasosiego, la sudoración excesiva, y luego esas imágenes insistentes de un desastre como en las películas de Hollywood. Meses antes de que acribillaran al jefe lo soñó tratando de abrir la puerta del auto, gritando aterrado y repitiendo “van a matarme, van a matarme”.
En los meses posteriores a esos primeros días despertaba con el cuerpo húmedo por el sudor, mientras lo atormentaban visiones y escenas de airadas multitudes tomando las calles, aceras, parques, oficinas públicas, persecuciones de turbas y linchamientos de sicarios, uniformados, civiles acusados de ser informadores, derrumbe de estatuas y turbas vociferantes y agresivas lo agobiaban sin descanso impidiéndole conciliar el sueño.
Entonces se produjo la enfermedad de su hijo mayor que se llamaba como él, de quince años de edad. En reiteradas ocasiones Milagros y él despertaron en horas de la noche debido a sus gritos. Corrían a su habitación y lo descubrían sacudido por estremecimientos inusitados, los ojos enrojecidos, las manos incontrolables, en un estado que los obligó a trasladarlo de urgencia a una clínica.
El diagnóstico era crisis de pánico y ansiedad. Pesadillas. Terror a “cosas” que se le figuraban en los sueños. Dosis de calmantes y somníferos y las visitas al sicólogo aliviaron la situación sin que desaparecieran del todo los síntomas. Ahora era él quien había descendido a un abismo insondable de pesadillas, terrores nocturnos, ideas obsesivas.
Apenas conciliaba un sueño complicado empezaba a visualizar imágenes, presencias, situaciones inusitadas. Se veía recorriendo callejuelas ingratas junto a personas que huían como él de un peligro apremiante que no lograban visualizar en sus estremecedoras pesadillas. Recordó que cuando era muchacho, se soñaba con frecuencia perseguido por gente desalmada que quería agredirle.
Recorría en sus andanzas nocturnas callejones tan inhóspitos e ingratos como peligrosos. Tropezaba con gente que lo observaba de manera intimidatoria y acusadora y lo señalaban con ánimos amargos y violentos.
Salía a la calle con miedo, se rehusó a tomar el teléfono, a ver y hablar con amistades antiguas, a tratar con personas desconocidas. Sentía cada vez más aprensión de un peligro inminente que no podía definir con claridad.
Una pesadilla tras otra. Apenas salía a las calles. Optó por salir lo menos posible de su habitación ante la mirada preocupada de su mujer y su hijo.
No se sentía enfermo, sino aterrado o perseguido por un peligro inminente que no lograba definir. Sabía que había algo. Un algo que se manifestaba de manera insistente en sus pesadillas y en sus miedos, un algo que se presentaría de repente y de lo que nada ni nadie podría protegerse o salir indemne a su agresión.
Decidió no salir más de su casa. Entonces las pesadillas se hicieron más agresivas y aterradoras.