MANAGUA, Nicaragua. En los difíciles y complicados días del 2020, con la presencia atemorizante de la pandemia en pleno auge y las graves restricciones que imponía el toque de queda y el miedo al contagio, una de las contadas opciones para una persona cuyo mundo oscila en torno a las letras, radicaba en dedicar su tiempo a leer, escribir, seguir escrupulosamente las noticias a fin de constatar la grave situación por la que atravesaba el pueblo dominicano y, por supuesto, sufrir y observar.
Agobiado por el encierro, las limitaciones y los inenarrables padecimientos que imponía el estado de cosas, dediqué tiempo a releer y corregir una novela que espero publicar en algunos meses.
La trama, que venía desarrollando desde hacía años, se refiere a la puesta en ejecución de escabrosos programas encaminados a diezmar la población humana así como desvertebrar una forma de vida que ha sido objeto de transformaciones devastadoras.
Tan pronto concluí ese proyecto, dediqué semanas y meses a planificar y dar forma a otro, también de una novela.
El argumento tenía como figura esencial un personaje de poco o ningún carácter, un paradigma de esa clase de personas cuya vida transcurre en un contexto de irrelevancia y monotonía casi inconmovibles.
Tenía numerosos ejemplos en mente cuando concebí esta novela a la que titulé “Las luces opacas”. Personas que yo había conocido muy de cerca y cuya existencia, en su diversidad de facetas, no parecía poseer sentido ni propósito alguno para los demás y, peor todavía, ni para ellos mismos.
Mujeres y hombres que vivían y morían sin dejar tras de sí ningún rastro de su existencia. En esas circunstancias empecé a caracterizar a alguien, de nombre común, y de aspecto y actitudes también reiterativos.
Un individuo de limitado carácter que, progresivamente, termina por transformarse en una especie de objeto de las circunstancias y del destino. Es así como se inicia la novela:
“El señor Basilio Matos sintió los latidos, un tanto desbocados, de su corazón. Poco antes caminaba despacio por una destrozada acera del barrio, pero, ante la eventualidad que acababa de sufrir, se detuvo y se recostó de una pared para darse a sí mismo un respiro. Quizás alcanzó a murmurar que, con sobrada frecuencia, la desdicha aguarda en lugares fortuitos como un animal al acecho de una pobre e inocente víctima.
“Recordó que esa misma mañana, en una rápida salida al angosto patio de su vivienda, creyó haber observado en el cielo señales que interpretó de forma dubitativa. Nubes oscuras surgían de súbito bajo un cielo azul y claro y desaparecían de forma abrupta como si se tratara de un enigma indescifrable.
Pensó que no se trataba de una de las muchas manifestaciones de la naturaleza, sino de un presagio.
Cuando ocurrían se rehusaba a salir, cerraba de forma hermética y con premura persianas y puertas.
Ese día, como se confesó después, fue la excepción, para su dolor y sufrimiento. Que le sirviera de lección”.
La vida del señor Matos, de forma paulatina, comienza a deslizarse por el abismo de la desdicha y la amargura sin que él realice un esfuerzo de significación para interrumpir su caída.
Es como un testigo mudo, un ejemplo vívido de quienes están convencidos de que es poco lo que puede hacer un ser humano para asumir el control del propio destino.
“Es lo que ocurrió aquel día, cuando caminaba por la acera usual, a la hora de siempre, por el barrio cuyo aspecto se estaba alterando progresivamente debido a la escabrosa, ruidosa y violenta modificación de sus calles, edificaciones y hasta transeúntes.
Por los autos y las personas extrañas o desconocidas nunca vistas anteriormente, pero que ahora evidenciaban a cada instante su progresiva y abrumadora presencia”, prosigue el texto.
“Entonces, ocurrió el incidente. Iba distraído cuando escuchó un ruido pesaroso y estridente y se percató, entonces, de que el portón metálico eléctrico inserto en la pared que rodeaba o protegía la entrada de una nueva edificación empezó a moverse y deslizarse sobre sus rieles…”