El último año ha visto afianzarse en ciertos sectores de la opinión pública una tendencia preocupante: la de considerar democráticos sólo los resultados que convienen.
Recuerdo que en julio de 2020 escribí alabando la madurez de la clase política dominicana, que cerró con una invitación al Palacio de Gobierno un proceso electoral ganado por la oposición, y del cual los demás candidatos reconocieron los resultados antes de finalizar el conteo.
Ese artículo fue objeto de críticas que demostraron ser erradas cuando todos asistimos estupefactos a la transmisión en vivo del asalto del 6 de enero del año en curso al Capitolio que aloja al Congreso estadounidense. Los asaltantes apoyaban al presidente perdedor del proceso electoral y pretendían impedir la certificación de la victoria de su contrincante.
Lo mismo ha ocurrido en algunas de las elecciones celebradas en América Latina, donde los perdedores han amenazado con imposibilitar la aplicación de la voluntad popular.
Es el caso de Perú, llevado al borde de la crisis política porque la candidata perdedora hizo todo lo que pudo para evitar la asunción de su contrincante. La tensión llegó al punto de que un grupo de militares retirados conminó a las Fuerzas Armadas a actuar en ese sentido.
Que estos dos ejemplos sean de derechas dice mucho, pero no todo.
Ahí tenemos también el muy nefasto de Nicaragua, y a Venezuela con unas elecciones ampliamente cuestionadas.
Lo que queda claro es que mucha gente entiende que las elecciones sólo deben ser respetadas si el resultado les agrada. Ocurre, sin embargo, que el talante democrático se determina por el comportamiento cuando el resultado de estas es adverso.
Debemos cuidar que nuestro país se sume a esas tendencias, y procurar que todos entendamos que la democracia implica aceptar que tu adversario se imponga.
Lo contrario es asomarnos a un abismo que ya se ha tragado a otros pueblos. Las elecciones que se pierden son tan importantes como las que se ganan.