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Bukele vuelve vuelve

Pavel Decamps
📷 Pavel de Camps Vargas

Reelección indefinida, una reforma fulminante, El Salvador borra los límites al poder presidencial y abre la puerta a la eternidad política de Bukele. La historia se repite, pero esta vez con aplausos, fuegos artificiales… y sin segunda vuelta.

En una votación histórica y polémica, la Asamblea Legislativa de El Salvador es dominada casi en su totalidad por el oficialismo, donde aprobó una reforma constitucional que elimina la prohibición de reelección presidencial. Con 57 votos a favor y 3 en contra, los diputados avalaron permitir la reelección indefinida del presidente.

La enmienda también extiende el mandato presidencial de cinco a seis años y suprime la segunda vuelta electoral, de modo que la Presidencia podrá ganarse por mayoría simple, sin necesidad del 50% más uno de los votos. En otras palabras, Nayib Bukele –el popular mandatario de 44 años que ya gobierna desde 2019– queda habilitado para perpetuarse en el poder todo el tiempo que las urnas le sigan favoreciendo, con reglas electorales hechas a su medida.

La aprobación fue expedita y sin precedentes. En una sesión extraordinaria nocturna, en el día de ayer 31 de julio, mientras el país iniciaba un período festivo, el bloque oficialista Nuevas Ideas (NI) impuso su aplastante mayoría para sacar adelante la reforma en cuestión de horas y sin debate. Fuegos artificiales estallaron en la plaza central de San Salvador al tiempo que, esa misma noche, los legisladores convocaban una segunda sesión para ratificar de inmediato la enmienda.

Gracias por hacer historia, colegas diputados”, proclamó en el pleno el presidente de la Asamblea, Ernesto Castro, la actual mano derecha de Bukele. Los tres únicos parlamentarios de oposición votaron en contra, pero eran insuficientes para frenar la súper mayoría oficialista. Así, en una sola jornada, quedó reescrita una regla fundamental de la democracia salvadoreña vigente desde 1983.

Trámite exprés y dominio oficialista

Detrás de la fulminante reforma subyace un cuidadoso andamiaje político. En abril de 2024, la anterior legislatura —también controlada por Bukele— cambió el procedimiento de reformas constitucionales para permitir su aprobación en una sola legislatura con mayoría calificada (45 de 60 votos), eliminando la tradicional exigencia de ratificación por el siguiente Congreso. Gracias a esta modificación al artículo 248 de la Carta Magna, el oficialismo pudo consumar la “reforma exprés” sin esperar elecciones futuras. El resultado: un Congreso a la medida del presidente, dispuesto a reescribir la Constitución a golpe de mayoría.

El contexto político allanó el camino. Bukele había iniciado el 1 de junio de 2024 su segundo mandato consecutivo pese a que la Constitución lo prohibía, amparado en un controvertido fallo de la Sala de lo Constitucional en 2021 que reinterpretó la norma para habilitar su candidatura.

Con esa luz verde judicial, Bukele se presentó a los comicios de 2024 y arrasó con más del 80% de los votos, consolidando el dominio casi absoluto de su partido sobre todas las instituciones del Estado. Recién reelegido con ese mandato arrollador, y con una nueva Asamblea tomada por sus aliados (57 de 60 escaños), el presidente contaba con todos los resortes para impulsar su ambición de permanencia.

No es casualidad que la reforma se aprobara sin consultas ni contrapesos. La iniciativa se introdujo in extremis en la agenda legislativa del jueves por la noche y se aprobó con dispensa de trámite, es decir, sin discusión en comisiones y prácticamente sin debate en el pleno. Al bloque oficialista le bastaron unos minutos para avalar el cambio constitucional.

“Lo hicieron de forma burda y cínica, sin consulta”, denunció la diputada opositora Marcela Villatoro, quien levantó en el salón un cartel negro que rezaba “Este día murió la democracia”. Según Villatoro, la situación es gravísima: “no se dan cuenta de lo que trae una reelección indefinida: acumulación de poder, debilitamiento de la democracia… aumenta el nepotismo y frena la participación política”, advirtió ante un pleno sordo a sus reclamos.

Cabe destacar que esta maniobra ocurrió en medio de un clima de mano dura y silencio forzado. En las semanas previas, el gobierno emprendió una oleada de arrestos contra abogados, activistas y críticos, incluida la detención de reconocidos constitucionalistas, y el hostigamiento llevó al exilio a decenas de periodistas y defensores de derechos humanos. Organizaciones como Cristosal y Acción Ciudadana cerraron oficinas o denunciaron persecución estatal.

Para muchos observadores, este cierre del espacio cívico preparó el terreno para que la modificación constitucional avanzara sin resistencia interna visible. “Con esta reforma, está prácticamente cerrada la vía electoral como mecanismo de alternancia”, lamentó la organización Acción Ciudadana, que calificó la enmienda como “un paso más en la consolidación del autoritarismo en El Salvador”, cuyo objetivo real es perpetuar al presidente bajo el ropaje de dar más poder al pueblo.

Reacciones divididas: vítores oficiales y alarma democrática

La rápida aprobación de Bukele desató de inmediato reacciones opuestas dentro y fuera de El Salvador. Desde el oficialismo, el tono fue de triunfalismo patriótico. “Hoy estamos haciendo historia: el poder ha regresado al único lugar al que verdaderamente pertenece… al pueblo salvadoreño”, celebró Suecy Callejas, vicepresidenta del Congreso por Nuevas Ideas. La narrativa gubernamental presentó la reforma como una democratización radical, equiparando las reglas de la Presidencia con las de otros cargos que ya podían reelegirse sin límite.

“No es una imposición, es una elección libre, soberana y legítima tomada por quienes siempre debieron tener la última palabra: el pueblo”, añadió Callejas, en alusión a que ahora será la ciudadanía quien decida cuántos mandatos puede tener su presidente. En esa misma línea, el diputado Ernesto Castro proclamó en redes sociales su lealtad incondicional a Bukele: “Acompañaré al presidente hasta el final. Y si mañana dijera que debemos comenzar de cero, lo volvería a apoyar al 100%”, escribió, ratificando el culto político en torno al mandatario.

En contraste, las voces críticas pintaron un panorama de democracia herida de muerte. “Hoy ha muerto la democracia en El Salvador”, sentenció la opositora Marcela Villatoro en declaraciones a la prensa al salir del hemiciclo. Organismos de derechos humanos y analistas advirtieron que El Salvador sigue los pasos de Venezuela y Nicaragua –países que ya permiten la reelección indefinida– hacia un régimen de poder personalista. “Están recorriendo el mismo camino que Venezuela: empieza con un líder popular que usa su popularidad para concentrar poder, y termina en dictadura”, alertó Juanita Goebertus, directora para las Américas de Human Rights Watch.

Su colega Juan Pappier recordó que la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha sido clara sobre “los riesgos a la democracia que implica la reelección presidencial indefinida”, señalando que el mayor peligro para las democracias regionales es la erosión paulatina de sus salvaguardas hasta derivar en regímenes autoritarios elegidos en las urnas. La propia CIDH, en una opinión de 2021, recomendó prohibir la reelección indefinida por atentar contra los principios democráticos. En igual sentido se pronunció Acción Ciudadana, rechazando el discurso oficial: lejos de empoderar al pueblo o ahorrar costos electorales, “su objetivo real es perpetuar al presidente en el poder” y equipara a El Salvador con los derroteros de Venezuela o Nicaragua.

A nivel internacional, la preocupación fue palpable en comunicados y redes sociales. Figuras como el chileno José Miguel Vivanco, exdirector de HRW, expresaron alarma por la “dictadura de facto” en ciernes. Gobiernos democráticos de la región evitaron felicitar la medida, manteniendo un silencio cauteloso o emitiendo discretas notas diplomáticas enfatizando la importancia de la alternancia.

Estados Unidos, socio histórico de El Salvador, ya había manifestado inquietud por los derroteros autoritarios del gobierno Bukele en ocasiones anteriores, y tras la reforma sus representantes en el Capitolio llamaron a “defender la institucionalidad democrática salvadoreña”, aunque la Casa Blanca no emitió aún una condena formal. La Unión Europea y organizaciones como IDEA Internacional también han señalado que la eliminación de límites a la reelección erosiona los contrapesos necesarios en una democracia saludable.

Paradójicamente, hubo también voces que aplaudieron la movida desde otros rincones de Latinoamérica –sobre todo entre aliados ideológicos o quienes ven en Bukele un modelo. En Colombia, el alto funcionario Alfredo Saade, jefe de Gabinete del gobierno de Gustavo Petro, celebró públicamente la decisión salvadoreña. Saade aprovechó para reiterar su anhelo de una reforma similar en su país, proponiendo extender el mandato de Petro a 6 años y permitir su reelección mediante una constituyente, argumentando que “el pueblo decida si quiere reelegirlo”.

La elogiosa reacción —inusual viniendo de un gobierno de izquierda hacia un líder considerado de derecha populista— evidencia que el ejemplo de Bukele trasciende fronteras ideológicas. De hecho, analistas apuntan que su modelo de mano dura y altos índices de aprobación seduce a sectores diversos en la región, todos imaginando un escenario de continuidad propia en el poder.

Con la reforma de Bukele, El Salvador se une al reducido club de países latinoamericanos que permiten la reelección presidencial indefinida, hasta ahora integrado oficialmente solo por Venezuela y Nicaragua. Esta coincidencia no pasó desapercibida: son precisamente los tres gobiernos más cuestionados por tendencias autoritarias en el hemisferio. En Bolivia, Evo Morales intentó sumarse a ese club en 2019 apelando a que la reelección era un “derecho humano” —un argumento que la Corte Interamericana desmintió categóricamente, afirmando que no existe tal derecho a perpetuarse en el poder en la Convención Americana—.

La experiencia boliviana terminó en crisis política, evidenciando lo divisivo y peligroso del afán continuista. La pregunta que muchos se hacen ahora es: ¿qué significará para la democracia salvadoreña (y regional) el que Bukele pueda volver y volver a gobernar?

Democracia en juego: impacto y perspectivas regionales

La aprobación de la reelección indefinida en El Salvador representa una onda expansiva sobre la región. En lo inmediato, se trastocan las reglas del juego democrático salvadoreño: la alternancia en el poder deja de estar garantizada por norma constitucional y queda supeditada únicamente a la voluntad popular en las urnas, influenciada por el peso del incumbente. Al eliminar la segunda vuelta, además, el presidente podría ser electo con una minoría de votos en caso de que la oposición está fragmentada, lo cual reduce el umbral de legitimidad exigido para gobernar.

La duración de seis años por periodo consolida aún más el poder presidencial, dificultando la renovación frecuente de liderazgos. “Con esta reforma, está prácticamente cerrada la vía electoral como mecanismo para la alternancia”, advirtió Acción Ciudadana, resumiendo el temor de que el sistema esté diseñado para que Bukele gobierne al menos 14 años seguidos (2024-2038) si así lo desea.

Los defensores de Bukele replican que nada impide a la ciudadanía votar en contra del presidente si este pierde apoyo. Sostienen que la reforma simplemente “empodera al pueblo” para decidir libremente si mantiene o no a un gobernante exitoso, evitando cambiar de timón por mandato legal cuando la mayoría preferiría continuidad. Argumentan que muchos alcaldes, diputados y otros cargos ya tenían reelección ilimitada, y que restringir solo la del presidente era una anomalía histórica.

Asimismo, justifican la ampliación de mandato a 6 años como una vía para sincronizar el calendario electoral y ahorrar costos: de hecho, el actual periodo de Bukele se recortó dos años, terminando en 2027, para que ese año haya “elecciones generales” (presidenciales, legislativas y municipales al mismo tiempo). Según la diputada Ana Figueroa (NI), esto aportará “mayor estabilidad y seguridad política y jurídica” al país, al evitar campañas constantes.

Sin embargo, los analistas independientes y observadores democráticos ven serios riesgos en el nuevo esquema. La posibilidad de reelección indefinida ha sido objeto de dura crítica en América Latina porque concentra el poder en una sola persona y socava el principio de alternancia, clave para prevenir autoritarismos. “La alternancia en el poder es esencial para cualquier democracia saludable; la falta de límites abre la puerta al abuso de poder”, apuntó la jurista salvadoreña Ruth López antes de verse obligada al exilio.

La propia Corte Interamericana de DD.HH. alertó en 2021 que “el mayor peligro actual para las democracias de la región no es un rompimiento abrupto, sino una erosión paulatina de las salvaguardas democráticas que conduce a un régimen autoritario, incluso si es electo popularmente”. En esa línea, enfatizó que la prohibición de la reelección indefinida fortalece la democracia al garantizar la renovación periódica del liderazgo. Ignorar esas recomendaciones —como acaba de hacer El Salvador— prende las alarmas sobre la salud de su democracia a mediano y largo plazo.

Para la región, el precedente salvadoreño tiene implicaciones inquietantes. América Latina ha conocido en el pasado oleadas de caudillismo reelegido: líderes que modifican constituciones para perpetuarse, desde Alberto Fujimori en Perú hasta Hugo Chávez en Venezuela, pasando por Daniel Ortega en Nicaragua o Evo Morales en Bolivia.

Cada caso ha dejado cicatrices institucionales profundas. Ahora, Bukele emerge como un modelo que podría inspirar a otros mandatarios —de cualquier signo ideológico— a intentar seguir sus pasos aprovechando alta popularidad y mayorías legislativas. Países como Honduras o Guatemala, con democracias frágiles, observan de cerca.

“¿Hay Bukele para rato?”, titularon medios regionales con mezcla de asombro y preocupación. La duda trasciende fronteras: ¿se contagiará la tentación reeleccionista? Organismos como la OEA y la ONU han subrayado que el respeto a los límites constitucionales es un pilar de la estabilidad política en la región, y temen que romper ese dique reviva fantasmas del pasado latinoamericano.

Balaguer “vuelve y vuelve”: el espejo dominicano

La situación actual evoca paralelos históricos en la región, especialmente el caso de Joaquín Balaguer en República Dominicana. Balaguer, un veterano político dominicano del siglo XX, fue famoso por sus múltiples reelecciones y su longevidad en el poder. De hecho, ocupó la presidencia en siete ocasiones entre 1960 y 1996, más que ningún otro político dominicano.

Su afán de perpetuarse mediante elecciones muchas veces cuestionadas y el uso de la represión política le valieron el mote de “caudillo” en su país. En aquellos años, el pueblo acuñó una frase pintoresca pero reveladora: “Balaguer, vuelve y vuelve”, aludiendo a que cada vez que se pensaba que su ciclo había terminado, retornaba al poder una y otra vez.

Esta consigna popular reflejaba tanto el cansancio de una parte de la ciudadanía ante un líder prácticamente enquistado en el poder, como la capacidad de Balaguer para reinventarse y seguir ganando elecciones.

Las similitudes con Bukele saltan a la vista. Ambos líderes han gozado de un apoyo popular considerable, construido en buena medida sobre la promesa (y en parte realidad) de estabilidad y desarrollo. Balaguer, por ejemplo, se jactaba de haber traído orden y obras públicas tras años de caos posdictadura; Bukele exhibe la drástica reducción de la violencia pandillera como su mayor logro.

En ambos casos, ese desempeño ha servido como justificación para permanecer en el cargo más allá de los límites tradicionales, bajo la premisa de «si el pueblo quiere, ¿por qué no seguir?«. También comparten la tendencia a debilitar a la oposición y cooptar instituciones: Balaguer operó con fraudes electorales y control de la justicia en su época, mientras que Bukele ha colocado aliados en la Corte Suprema y perseguido voces críticas, allanando el camino para su continuidad.

Sin embargo, la historia dominicana ofrece una lección aleccionadora. Las repetidas reelecciones de Balaguer culminaron en una grave crisis en 1994, cuando denuncias de fraude electoral masivo le impidieron legitimar otro mandato completo.

Acorralado por la presión interna e internacional, Balaguer accedió a firmar el Pacto por la Democracia: un acuerdo político que recortó su último periodo a solo 18 meses y, crucialmente, reformó la Constitución dominicana para prohibir la reelección presidencial consecutiva y establecer la segunda vuelta electoral a partir de entonces.

Es decir, la respuesta institucional de República Dominicana ante el riesgo de un presidente eterno fue restaurar límites claros: no más de un periodo seguido y ningún presidente sin mayoría absoluta. Estas reformas, vigentes desde 1996, buscaban impedir la repetición de un “Balaguer eterno” y asegurar la alternancia democrática.

Hoy, El Salvador parece transitar la senda inversa. Mientras los dominicanos aprendieron de la experiencia de Balaguer que la democracia requiere frenos al poder prolongado, en San Salvador se han desmantelado justamente esos frenos. “Salieron peor que los mismos de siempre estos puya botones”, comentaba con ironía una usuaria salvadoreña en redes, al señalar que quienes prometieron ser distintos a los viejos políticos terminaron perpetuándose aún más.

La frase “Bukele vuelve, vuelve” bien podría acuñarse siguiendo el eco dominicano. La gran incógnita es si el desenlace salvadoreño imitará también al de Balaguer –con su democracia gravemente resquebrajada obligada a rectificar a posteriori– o si, por el contrario, inaugurará una nueva era en que la popularidad avala la presidencia vitalicia en las urnas.

En último término, sólo el tiempo dirá si “Bukele vuelve y vuelve” se convierte en la nueva normalidad salvadoreña o si la sociedad terminará reclamando el regreso de los límites perdidos. Por ahora, El Salvador se adentra en territorio desconocido, poniendo a prueba la máxima de que “el poder absoluto, incluso otorgado en las urnas, tiende a corromper absolutamente”.

Latinoamérica observa atenta, consciente de que en el pulso entre caudillismo y democracia, lo que ocurra en esta pequeña nación centroamericana puede prefigurar tendencias mucho más amplias en la región. ¿Es el principio de una era de reelecciones interminables y de un personalismo que tarde o temprano encontrará su límite? La respuesta, como siempre, la tendrá la realidad y la voluntad soberana de los pueblos –pero nunca conviene olvidar las lecciones de la historia. Por ahora, Bukele vuelve… y promete volver.

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Pavel de Camps Vargas

Analista de Redes Sociales | Especialista en Social Listening y Manejo de Crisis Digital | Consultor en IA y Verificación de Noticias | Consultor IT | Presentador de 'El Futuro en un Click'

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