Joaquín Balaguer publicó en 1975 “La palabra encadenada”, un título sugerente —buen concepto, metáfora afortunada— para una aproximación a la vida intelectual en los años de la dictadura.
El profesor en el aula, el periodista ante la página en blanco, el pico de oro ante un micrófono (o sobre una mesa para hablarle a un grupo) y el escritor ante las pruebas de su obra, tenía presente, antes que el concepto, la información o lo estético, el deber y la voluntad de ensalzar al déspota.
Poner la palabra al servicio del gobierno y la persona de Trujillo era obligación, pero también… oportunidad; de allí la voluntad.
La palabra estaba encadenada, ¿cuándo no? Siempre ha ido atada a través de las eras, las épocas y las edades.
La palabra es, en el fondo, una tecnología.
Y hablar, una técnica. Lo anterior puede ser traducido: es una cosa, algo concreto elaborado para contener juicios, ideas y conceptos y para apropiarse de ellos, interpretarlos y articularlos según nuestro entendimiento e intereses. De allí las lenguas han venido a ser uno de los códigos más flexibles de los que se tenga noticia.
Hay en el hecho de ponerla al servicio de un sistema político articulado alrededor de una persona, algo de ruin y malsano, y es su parte en esa ruindad la que confiesa el Balaguer de 1975 acaso con la esperanza de librarse del sentimiento de culpa por lo que tuvo de responsabilidad en la justificación del trujillato. Lo hizo, esto sí, cuando tenía la seguridad de que no regresaría en sus descendientes.
No fue el único. En términos estadísticos, todo el que tenía la habilidad y la calidad encadenó su palabra a los intereses políticos del déspota. Balaguer, sin embargo, nunca escapó y tras el golpe de 1961 quedó en el centro de un entramado de poder y se empeñó sin descanso a partir de entonces en ocupar el centro de una red política elaborada a su medida.
En este detalle debe de estar la causa del encono hacia su persona y, como consecuencia, por ahí debe de andar penando, él que siempre quiso ser aceptado.
La confesión libera; el perdón humilla. Balaguer confesó su parte, pero no ha sido humillado todavía. Le queda abierto el camino del infierno, donde siempre arde la llama purificadora.
Pero estas líneas no han sido armadas para encadenar a Balaguer en una de las hogueras de los más profundos círculos de los mundos infernales; más bien, para celebrar la metáfora cuando su autor ya no puede agradecerlo, preguntarme de qué manera intentarán justificarse algún día aquellos que lo saquean y se pavonean sobre los bienes públicos sin los frenos puestos sobre su modelo por la época de nuestros abuelos y por el régimen de consecuencias que acompañaba cada acto en los días de Trujillo, para preguntarme si nadie oye, si nadie ve las cadenas de hoy en la palabra.