Las baladas de Wyckoff

Las baladas de Wyckoff

Las baladas de Wyckoff

José Mármol

Soy enemigo a ultranza de, especialmente en las lecturas en público, detenerme a explicar la motivación o el instante de génesis de la escritura de un poema, mucho menos su significado personal, dada mi convicción de que una vez publicado, el texto debe permitir al lector y permitirse a sí mismo el sufrimiento o el goce de la experiencia estrictamente particular, individual y única del sentido íntimo que la multivocidad estética regala al lector.

Cada lector y en él, cada lectura, se vuelven reinvención constante de la escritura creativa. No obstante mi convicción, pido permiso a los lectores de “Carpe diem” para provocarlos con una excepción, a propósito de las festividades de Navidad.

Wyckoff es un pequeño pueblo del condado de Bergen, estado de Nueva Jersey, Estados Unidos de Norteamérica. Uno, y muy hermoso, de los setenta pueblos que conforman ese condado, en el cual, desde hace años vive mi hermana Rosi, y al que ha terminado migrando buena parte de mi familia radicada, desde hace décadas, en Nueva Jersey y Nueva York, incluyendo los que en esa nación vinieron a la vida.

En esta última ciudad, en el populoso y visceralmente dominicano barrio de Washington Heights (Los Altos de Washington) vive mi hermana Altagracia (Tatá).

Cada año, por distintos motivos, sobre todo, para mantener vivos y fuertes los lazos familiares, como predicaban nuestros padres, mi esposa y yo pasamos unos días entre los condados de Manhattan y Wyckoff.

El primero, con su rostro de selva de cemento y su ruido de whitmaniano taller en constante labor de producción, vocinglería de trabajadores en incontables lenguas y chirrido de máquinas agónicas; el segundo, con su rostro sereno, preñado de lagos, impresionantes bosques y parques, donde apenas el canto de los pájaros y el susurro de la brisa delatan la quietud.

A veces, un tren desesperado silba a lo lejos.
Fue, precisamente, en Wyckoff, en casa de mi hermana y bajo el manto nevado de sus calles y prados, donde, librando batallas para que mi cuerpo superara los retos de una riesgosa amenaza a mi salud, el torrente imaginativo derivó en la escritura de una serie de poemas a los que, en el volumen titulado “Yo, la isla dividida” (Visor Libros, Madrid, 2019) llamé Las baladas de Wyckoff. He aquí una de ellas:
“Cruza un tren lejano por el cielo de Wyckoff / en la madrugada del invierno que ha llegado. / Lo adivino por el peso del silbido acelerado, / el ladrido de metales, / y porque dos grados bajo cero me lastiman. / El paisaje de árboles nudistas se congela.

/ Las mejoras modestas de antiguos veteranos / han encandilado el silencio de la noche, / y estallan de dulzura lucecitas navideñas, / ventanales y porches con guirnaldas y banderas. / Los carros apagados, los perros guarecidos. / Los pájaros sin habla. / Todo se ha cubierto con un manto de quietud.

/ El pesebre de la casa de mi hermana / relata a los niños, boquiabiertos y tiernos / la leyenda de otro niño, salvador de las estrellas. / Es la hora en que arrecian los zarpazos del invierno / y la luz se despereza largamente. / Las malas noticias no se hacen esperar, / arrastran las desgracias a la orilla del terror / en París, Malí, Londres o California. / Es la hora maldita del deicidio y del dolor. / Pero, un tren lejano hace de Wyckoff un refugio, / un milagro de luces, la inocencia de unos niños, / un nido de silencio en un puñado de rabia. / Cruza un tren lejano por la misma Navidad.”



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