Bernardo Vega publicó recientemente “La derrota de Penn y Venables, 1655”, libro que enriquece la historiografía nacional, pues proporciona informaciones que permiten comprender las razones por las que un pequeño ejército mal apertrechado, pero con una gran motivación, venció a nueve mil doscientos soldados y marinos que pretendían lograr la incorporación de La Española al imperio inglés.
El lenguaje de Vega es my claro. Su obra tiene la virtud de que mantiene el interés del lector hasta el último párrafo. Tras referirse a los preparativos de la expedición, recordar la catastrófica invasión de Francis Drake en 1586, ventilar las insalvables diferencias entre William Penn y Robert Venables, el autor cuenta las previsiones de los españoles para enfrentar el desembarco invasor, por Haina.
Tal si fuese un diario, Vega registra lo acontecido desde el desembarco, el 24 de abril, hasta el 14 de mayo, cuando los maltrechos ingleses zarparon en su flota rumbo a Jamaica, para regocijo de los habitantes de la antigua colonia.
En relación a las causas del fracaso que llevaron a Penn y a Venables a la cárcel, el historiador menciona la inexperiencia de los soldados, la escasez de agua, comida y brandy, la mala calidad de las lanzas inglesas, la falta de tiendas de campaña, la excesiva soldadesca, las malas relaciones de los dos comandantes, la carencia de informes de inteligencia, el factor religioso, la cobardía de los agresores, la gran cantidad de muertes y ¡los cangrejos y cocuyos!
Como un elemento determinante en la victoria colonial, constan los preparativos organizados por el conde de Peñalba, Bernardino de Meneses Bracamonte y Zapata, aún recordado con la Puerta del Conde.
“Junto con los doscientos soldados llegados de España, también recibieron 200 arcabuces, pólvora, municiones y cuerdas, además de otros pertrechos.
Esos arreglos comprendieron la reorganización total de todos los asuntos de guerra en la isla”, indica Vega.
Se concentraron en Santo Domingo 1,300 lanceros, sumados a los 700 hombres que formaban parte del cuerpo armado de la colonia. El desempeño de los lanceros fue fundamental para obtener la victoria. Pero ¿quiénes fueron estos héroes inesperados del siglo XVII? Eran criollos, españoles y esclavos.
Se vestían humildemente y vivían en estancias rurales. Con sus armas de pobres, se enfrentaron con destreza y valentía a los extranjeros.
Los combatientes tenían pericia. Desde sus caballos, “jarreteaban” vacas y toros, cortándoles los tobillos, para que se cayeran y los pudieran sacrificar. Luego aprovechaban las pieles y el sebo para la exportación.
La única experiencia belicosa de los lanceros se produjo antes, en 1653, cuando fueron llevados a la isla Tortuga para participar en un ataque español que sacó a los franceses de ese famoso reducto de bucaneros y filibusteros.
El historiador documenta la acción de los cangrejos y consigue despejar la creencia de que su mención en la historia obedece a una leyenda. Se refiere al diario del inglés Henry Whistler, quien relata que en Haina pululaban grandes cangrejos y que el ruido que ocasionaban en las noches causaba alarma, ya que se asemejaba al sonido de la matraca de las bandoleras (correas de cuero que, llenas de municiones, cruzaban los pechos de los soldados).
Los invasores se aterrorizaban, no podían dormir y se mantenían alerta. Ya era tarde cuando descubrieron que el espantoso ruido lo originaban las huestes de los enormes crustáceos de esa etapa de la vida colonial.
Pero ¿y los cocuyos? Whistler cuenta que la luminosidad del insecto también perjudicó a los ingleses.
Los centinelas pensaban que eran soldados españoles con fósforo de luz, lo que alarmaba bastante a los invasores. Entonces huían hacia los bosques, temiendo un ataque de los lanceros, quienes recibieron, como retribución por el éxito, quince pesos cada uno, gracias a una disposición real.
El fecundo autor aporta un interesante dato: Juana de Sotomayor fue la única mujer que combatió contra los ingleses, “vestida de hombre con armas”. Junto a los bizarros y orgullosos lanceros, igualmente ella recibió una paga por los servicios prestados en las batallas. Una heroína para el panteón de féminas singulares.