“Supo la gran aventura
Supo la estación más triste
Supo el dolor que se viste
de redención la cintura
Supo la traición más dura
Luego el silencio, el rumor
Luego el murmullo, el clamor
Y al fin supo del aullido
Y del último estallido
Mi abuelo supo el amor”
Yo soy de donde hay un río.
Silvio Rodríguez
La primera vez que escuché a una computadora hablar pensé mucho en mi abuelo. Carlos Tatis vivía en una comunidad bien rural y apartada del alejado Montecristi. Ir a visitarlo era una aventura: un vehículo te recogía en la madrugada, daba vueltas por toda la capital mientras lo llenaban de todo lo que se encontraban en el camino. A mí me daba tiempo a marearme, a llorar y a querer devolverme como siete veces en las casi mil vidas que uno duraba en llegar. Por suerte, antes las vacaciones se gozaban tres meses y eso se hacía una vez al año.
Mi abuelo era un genio de la vida. Dominaba el campo como cualquier niño maneja ahora un aparato móvil. Lo recuerdo dirigiendo la siembra, la cosecha y la recogida del tabaco como ahora un joven busca señales de wifi. Recuerdo su espalda amplia y cansada cuando iba delante de mí, él en su caballo, yo en el burro, rumbo a la parcela a ordeñar las vacas o al conuco a buscar a los chivos. En ese tiempo no se usaban los selfis, pero lo recuerdo en mi ser: su sombrero de cubrirse del sol endemoniado de la línea, ladeado a la izquierda, aunque creo que él era de derecha; sus botas blancas con espuelas oxidadas, sus largas manos empuñando las riendas. Lo recuerdo con su piel de luna pecosa, con su silencio de campo. Ese silencio de saberlo y decirlo todo a tiempo.
La computadora habló. Me sorprendí. Y pensé que, aunque mi abuelo era un hombre fuerte, él también se asombraría de que sea una máquina y no él la que diera las órdenes. Mi primera vez con una computadora, fue como muchas de mis primeras veces, en la universidad. La chica que me digitaba el trabajo sobre el siglo de oro español sonrió al ver mi salto de asombro cuando una voz mecánica, identificada como Windows, nos habló. Mi abuelo murió unos años después, y creo que, con él, también murió esa calma que intentó inculcarnos.
Nunca vi a mi abuelo en la capital. Tampoco lo vi joven. Para pedirle la bendición o comunicarme con él tenía que esperar a las vacaciones o escribirle una carta cuando papi lo visitaba. Ahora el internet nos da la facilidad de hablar hasta con los que están en el más allá vía chat.
Mi abuelo murió sin vivir la velocidad humana actual. La llegada del internet, los dispositivos móviles y la vida moderna ha venido a cambiarnos el mundo… Que sí, que sí, eso es una obviedad, pero es que pienso que a veces no somos conscientes de todo el cambio que nos imponemos con las “bondades” y “facilidades” online.
¿Son positivos esos cambios para nuestra salud mental, emocional, profesional, laboral, sentimental, social…? ¿Somos conscientes que estamos viviendo a una velocidad fuera de la velocidad humana?
Internet nos envuelve en la papelera de reciclaje a segundos y eso a sabiendas de que Dios no nos hizo de usar y tirar. Las visitas médicas eran para los médicos, ahora para los amados sanos. La velocidad no iba con el amar, iba con la Fórmula Uno. Visitar para cumplir no era cool, visitábamos para disfrutar la insoportable brevedad del ser que nos recibía y destapaba una cerveza, que preparaba algo de comer, un café y la alegría de estar se extendía.
No quiero decir que eso del pasado fue mejor. Eso está por verse. Pero me siento vacío en estos mundos de redes irreales. Quiero abrazos, quiero olores, quiero miradas, esas miradas que dan los abuelos: con tiempo y ternura.
Esta vida nos empuja a siempre querer más para no sentirnos solos. Queremos más para sentirnos importantes y queridos. Queremos mucho y rápido para sentirnos un poco en la “multitunidad” que nos dan las redes. Queremos disfrutar de un pastel que a veces no nos pertenece. Queremos la vida que los demás nos dicen que tienen sin tener. ¿Qué pasaría si en un momento se nos va la señal?
Sin darnos cuenta nos hemos convertido en breves, fácil, pocos profundos… hacemos mil vainas a la vez y a la vez nos quejamos de que no hacemos nada. Podemos relacionarnos en multiplicidad: se “habla” con las hijas mientras se trabaja, o se coquetea con la conquista de turno; nos distraemos y jugamos a ser entendidos de a oídas. Hacemos el amor pensando en quien nos chatea los genitales de lejos. Damos likes a las fotos de la prima, pero no sabemos si ella en realidad, en la sonrisa de sus redes sociales, esconde un maltrato, un abandono.
Las relaciones para lo de a pronto… los me tengo que ir, porque tengo que hacer, enviar, entregar. Tenemos clases, tenemos que comprar, tenemos que ir a yoga, tenemos que ir a dar de comer al perro, tenemos que comprar la arena del gato, tenemos que enviar un presupuesto, tenemos que pagar el banco, aun no he pagado el colegio… todo a base de teclas y dedos. Pero ¿y nuestro corazón? ¿y el alma? ¿y la entrega? ¿y el mirar a los ojos? ¿Estamos a tiempo de regresar? ¿Hay que regresar?
Vivimos dispersos, pero también en la alerta del animal salvaje y en peligro de extinción, con el corazón distorsionado. Las altas demandas, las exigencias propias y ajenas, el poco tiempo y los recursos menguados nos cansan, nos seca la energía, nos saca los deseos, nos engorda, nos enferma, nos aísla en las redes…
No es que volvamos al cirio, a las carretas ni a las señales de humo. Eran otros tiempos y otras distancias. No por mucho correr se llega primero, dicen los abuelos. Pero, seamos realistas: renunciar es una opción, decir no se puede. Hay que tener la alternativa a no llegar a tiempo, de no hacerlo bien, de quedarse en la nada, pedir ayuda… ¿Estamos a tiempo? ¿Vale la pena? ¿dónde estoy?, ¿es lo que quiero?, ¿soy feliz así? ¿Para qué y por qué ser perfecto? Estamos frenéticos, habidos de contenidos efímeros. Ya el hoy es antiguo, el mañana una ansiedad, el presente un like. Todo se resume en el poco tiempo que nos dejan.
No estoy seguro si mi abuelo alguna vez fue joven, pero no me lo imagino frente a los megas de velocidad actual, siempre lo recuerdo lento. Y ahora la lentitud es tomada como insulto, la calma desespera, los momentos largos son sentidos como pérdida de tiempo… hasta lo patético de la soledad lo convertimos en autofoto, con nombre en inglés y todo, para que se sienta más cool.
Esto no puede ser la vida. Hay que bajarse del tren, aunque nos quedemos solos en la estación. ¿Por qué estoy corriendo tanto? ¿Buscando qué? ¿Nos dará tiempo a disfrutar esa vida que construimos? Lo efímero salta de mano en mano para viralizarse, pero nos aísla. La muerte es más larga que la vida y la prisa nos está matando.