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La tristeza del alma

Por: Julio Disla

“La tristeza del alma puede matarte mucho más rápido que una bacteria o un virus”. No toda muerte llega con fiebre, tos o pronósticos médicos. Hay una que avanza en silencio, sin laboratorio que la detecte ni antibiótico que la frene: la tristeza del alma. Esa tristeza no se instala de golpe; se filtra lentamente en la conciencia, se sienta en la memoria, se acomoda en los gestos cotidianos y termina por vaciar de sentido lo que antes parecía firme y vital.

La tristeza del alma no siempre grita. A veces susurra. Se disfraza de cansancio, de rutina, de indiferencia aprendida. Se expresa en el abandono de los sueños, en la renuncia temprana a la alegría, en la aceptación resignada de una vida reducida a sobrevivir. Es una forma de desgaste profundo: no carcome el cuerpo de inmediato, pero debilita la voluntad, apaga la esperanza y erosiona lentamente el deseo de seguir.

A diferencia de una bacteria o un virus enemigos visibles, combatibles, con nombre científico y tratamiento la tristeza del alma se normaliza. Se vuelve parte del paisaje emocional. La sociedad contemporánea incluso la administra: la produce la injusticia cotidiana, la precariedad, la soledad impuesta, la humillación sistemática, el despojo de la dignidad. Es una tristeza socialmente fabricada, políticamente tolerada y culturalmente silenciada.

Cuando el alma se entristece de manera crónica, el cuerpo termina obedeciendo. El organismo se vuelve frágil, la mente se nubla, el espíritu se repliega. No es casual que muchas enfermedades encuentren terreno fértil allí donde la esperanza ha sido derrotada. La tristeza profunda no solo acompaña al dolor físico: lo antecede, lo prepara, lo acelera.

Pero esta frase no es solo advertencia; es también un llamado. Nombrar la tristeza del alma es el primer acto de resistencia. Reconocerla es negarse a aceptarla como destino. Sanar el alma individual y colectivamente implica recuperar el sentido, reconstruir vínculos, defender la dignidad, volver a creer que la vida merece ser vivida con plenitud y no apenas soportada.

Porque si la tristeza del alma puede matar más rápido que una bacteria o un virus, entonces la alegría consciente, la solidaridad, la justicia y la esperanza organizada no son lujos emocionales: son formas profundas de supervivencia. Son, en el sentido más radical, actos de vida.

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