Antes de la entrevista de 1966 en la publicación Der Spiegel, entre los años 30 y 40 del siglo XX, Martin Heidegger venía meditando sobre la esencia de la técnica como aquello que conformaba la “com-posición”, es decir, lo fundamental del mundo de entonces. Esas reflexiones, que tienen como punto de partida el mundo griego clásico, se darán a conocer en el texto de una conferencia titulada “La pregunta por la técnica”, que verá la luz en un libro de 1954.
Otro aspecto destacable de ese texto de Heidegger es su afirmación acerca de la relevancia del “dispositivo” o del artefacto, en tanto que resultado de la racionalidad tecnológica. ¿Qué otra cosa, sino, efectivamente dispositivos, son hoy el teléfono inteligente, la computadora personalizada, el reproductor de sonido en base a Bluetooth, el microondas, los equipos médicos de imágenes, el carro sin conductor, una tableta digital, entre otros, cuya esencia, a su vez, se reduce a las dimensiones de un software o un hardware? Por si fuera poco, así los llamamos hoy, dispositivos tecnológicos.
De ahí que, si bien la era de la información y la revolución digital, que hoy concentramos en palabras como cibermundo, ciberespacio o cibercultura, Internet y redes sociales significan un avance sin precedentes en el desarrollo de la sociedad, no sea menos cierto que ese desarrollo oculte en sí mismo un riesgo, un peligro para el individuo, la naturaleza y la sociedad a escala mundial. Todavía hoy la humanidad sensata se pregunta si fue, en realidad, necesario el lanzamiento de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki, como colofón al desastre que significó para la vida humana la Segunda Guerra Mundial. La balanza se ha inclinado siempre hacia el no. Sin embargo, la racionalidad humana quería, por curiosidad y por déficit ético, saber hasta dónde podía llegar ese poder contenido en los avances científicos y tecnológicos del momento.
A ese panorama un tanto oscuro y eventualmente dramático de los avances científicos y tecnológicos se opone, afortunadamente, otro lado más luminoso y esperanzador. Ese que marca el paso de los descubrimientos aplicados a mejorar la calidad de vida de las poblaciones y a llevar aquella misma curiosidad e inteligencia humanas a inimaginables y recónditos confines del universo. De ahí que vivamos hoy en un mundo más comunicado a través del ciberespacio y el medio digital, y con mayores conocimientos de las leyes de la naturaleza y del individuo mismo.
No obstante, persiste el peligro de quebrar los paradigmas morales, por ejemplo, de la bioética, así como, de seguir empeñándonos, a través de Estados y Gobiernos, en invertir mucho mayor cantidad de recursos económicos en armamentos sofisticados y misiles teledirigidos con ojivas nucleares, que en combatir el hambre, el analfabetismo, las enfermedades catastróficas, la brecha tecnológica misma, la falta de agua potable, ropa adecuada, educación y techo digno a cientos de millones de seres humanos en todo el mundo.
Nos planteamos la pregunta: ¿existe una responsabilidad, fundamentalmente humana y, más aun, por lo humano, detrás de los indetenibles avances del saber científico y la racionalidad tecnológica? Sí, hay una responsabilidad, y se llama dimensión ética y moral del pensamiento y la acción humanos. Esa responsabilidad es, en palabras del pensador polaco ZygmuntBauman (Ética posmoderna, 2013), la más personal e inalienable de las “posesiones” de una persona y el más preciado de los “derechos” humanos. Se trata, además, de una responsabilidad impostergable, que más allá de la llamada “época del posdeber” (Lipovetsky, El crepúsculo del deber, 1998) o de la liberación de las obligaciones absolutas, muy por el contrario, exige ser asumida.