La que fuera una zona boscosa, refugio de puercos cimarrones y montería, enclavada en la vertiente sur de la Cordillera Central de la multifacética provincia de Azua, hoy es el hábitat de muchas comunidades productivas en la que miles de dominicanos despliegan su creatividad y tesón, derrotando cada día el impulso a la huida que llevó a muchos de los habitantes de las zonas rurales a empaquetar sus macutos de sueños para irse a las grandes urbes en busca de un mejor porvenir.
La Siembra es una de esas comunidades que puede ser descrita como un remanso de paz, de agradable clima y gente amistosa y conversadora. Ubicada en las inmediaciones del Río Las Cuevas, próximo al Municipio de Padre Las Casas, desde el 2004 convertida en Distrito Municipal, en su discurrir cotidiano conserva el exquisito dulzor del casi olvidado estilo de vida en el que todos se conocen y comparten alegrías y dolores bajo un ritual de lealtades cuasi sagradas, amenizadas por los cuentos y narraciones de los viejos y las risas infantiles que se derraman como la lluvia entre sus veredas.
Allí tuve una gratísima experiencia de intercambio con su gente. Degusté un exquisito moro con carne de cerdo cocinados a la leña, acompañado de las más humildes y sinceras gentilezas de los anfitriones, Ydelino Ramírez (Papín) y su esposa Angie Abreu, quienes al estilo de la “gente de antes” se desviven por hacer sentir bien a quienes les visitan.
Mientras comíamos, se fue arrimando la gente del vecindario y algunas personas de zonas más lejanas invitadas por el anfitrión, lo que permitió un ameno diálogo, intercalado por preguntas mías sobre distintos aspectos de la vida de la gente y sus dificultades, sobresaliendo en sus respuestas la condición laboriosa de su gente y una firme determinación de no rendirse ante los obstáculos de la vida.
Entre los presentes llamó la atención la participación de Santo Galván, de sabiduría acrisolada por los años, por su espontaneidad y franqueza. Después de describir la raigambre moral de sus ascendientes y dejar claro que “nunca ha andado detrás de migajas de las que los politiqueros acostumbran a traer a la gente en tiempos de campañas”, muestra orgullo de no tener “pelos en la lengua” para decirle a los funcionarios del Estado que no reclama nada para él sino para la comunidad, porque lo que él y su familia necesitan lo consiguen “dando caña”, es decir trabajando, al tiempo de mostrar el puño cerrado y su muñeca musculosa a pesar de la edad, mientras describe las carencias de la comunidad y me invita a dar a conocer sus problemas.
Todos los presentes coinciden en señalar que en La Siembra no hay delincuencia, pero señalan los males que dificultan la vida en esta comunidad, entre los que destacan los prolongados apagones; la falta de asfalto en sus calles, a las que ya se les han construido los contenes y aceras; la falta de un edificio para alojar el liceo, que funciona en el local de un antiguo bar; la falta de una ambulancia y las precariedades en que se desenvuelve la clínica de atención primaria, con un solo médico, que no permanece en el lugar toda la semana, como es entendible, además de la carencia de material gastable, medicamentos y equipos.
La Siembre también carece de instalaciones deportivas y sueñan con un autobús para el transporte de sus estudiantes a los centros universitarios ubicados en San Juan de la Maguana y en Azua. Y aunque no hay delincuencia, solicitan la remodelación del pequeño destacamento policial, que en verdad puede ser derribado hasta de una patada, en caso de que tuviera que alojar algún delincuente venido de afuera, además de que somete a los pocos agentes policiales que allí prestan servicio a hacer su trabajo en unas condiciones infrahumanas. También claman por un acueducto que brinde agua suficiente a sus habitantes, porque el servicio del preciado líquido es muy deficiente.
Me bastó esa visita para sentirme hijo adoptivo de La Siembra y hacerme cómplice de los sueños de un porvenir mejor para su gente, lo cual sólo será posible como resultado de la organización de su gente, de la continuidad y profundización de sus luchas y de la unidad con otras muchas comunidades de la zona que también claman por mayor atención e inversión públicas. Por mi parte, he hecho el compromiso de acompañarles en sus reclamos, de ayudar a visibilizar sus problemas, de servir de voz para llamar la atención de las autoridades del gobierno y de tomar iniciativas legislativas que contribuyan a una mejor vida para sus habitantes. Con este artículo doy el primer paso para cumplir con el compromiso asumido, que no se detendrá hasta que La Siembra esté florecida no sólo de esperanzas sino también de soluciones a sus precariedades.
Con una pequeña inversión estatal La Siembra tendrá una cosecha de alegría y felicidad, para que su vida tranquila y su laboriosidad permanezcan por siempre contribuyendo a la construcción de la dominicanidad.