Todos los años son iguales, tal vez lo que cambian son los números de muertes e intoxicaciones por alimentos y bebidas.
Las calles se vuelven un caos y los locos andan más sueltos de lo normal.
Cada vez se pierde una de las batallas de la guerra de la cordura y ser comedidos se vuelve más una utopía que una normativa y, a pesar de la crisis imperante, el alto costo de la vida y la reducción acelerada de los ingresos, celebramos con locura y sin control para después rascarnos y hasta rompernos la cabeza en el desértico enero.
Al día de hoy solo ha pasado la Nochebuena y la Navidad, falta el espejismo del Año Nuevo, donde se desbordan con mayor fuerza las presas.
Se nos olvida que al día siguiente hay un día más por vivir, que hay personas que nos aman y esperan nuestra llegada, que las responsabilidades seguirán ahí y no hay alcohol en el mundo que las desaparezca de manera permanente y sin consecuencias.
Aunque parezca que es tiempo perdido y que las palabras caen en saco roto, no debemos desmayar en recordar lo que realmente importa en estas fechas: nuestra familia y disfrutar de ellas sin dañarnos y dañarlos a ellos.
No debemos parar de repetir que la Navidad es tiempo para recordar el nacimiento del niño Jesús y compartir en familia, celebrando el amor, la unión y la generosidad.
No dejemos que el espejismo de la banalidad nos robe el aliento, las verdaderas alegrías y sobre todo nuestra vida.
Seamos esos buenos ejemplos que necesitan nuestros hijos y que los convertirán en verdaderas personas de bien.