El apogeo de la información se nos presenta como una oportunidad para la libertad, cuando en realidad lo que nos ofrece es una mayor accesibilidad o disponibilidad.
Resulta similar a la hiperconectividad, que consigue que los individuos de hoy estemos más interconectados, pero paradójicamente, padecemos un grave déficit de auténtica comunicación, de contacto cara a cara, de vínculos humanos que procuren la asunción del otro como principio de la sociabilidad.
La información y la digitalización aupados por el giro y el medio digitales han contribuido a un proceso de dilución, de licuefacción o de evaporación de las cosas reales, concretas, táctiles, aromáticas, volumétricas propias de nuestra cotidianidad y con las que se forjó el mundo de nuestra infancia.
A cambio se nos ofrece un mundo de no-cosas, un mundo descosificado, en el que el principio aristotélico de materia y forma se ha superado, para dar lugar a un mundo de datos, de indicios o señales completamente abstractos, inaprensibles, inmateriales.
Aunque suene contradictorio, vivimos una era de individualismo materialista que rinde culto, a su vez, a la desmaterialización; es un tiempo de consumismo desbordado en el que la mercancía no es objetiva, no es cósica, no tiene callosidades.
La mercancía mayor es nuestra atención, nuestra debilidad subjetiva frente a la presión de la información y la digitalización, y sus derivados por excelencia, los datos y el lenguaje de códigos. Nos dirigimos como autómatas hacia el espacio vacío de la desmaterialización, de la descorporeización de lo otrora táctil, provisto de forma, color, líneas, sabor u olor. También el ritual de los recuerdos se ha ido desvaneciendo, para dar lugar a la presunta imprescindibilidad del dato y a su culto etéreo, el dataísmo.
La ceguera del sujeto de la era de la información no es solo moral, como expresión de la deriva de lo ético en un ámbito de capitalismo de la vigilancia digital y de supremacía de la accesibilidad virtual sobre la relación o el vínculo humano, es también ceguera frente a los objetos y los recuerdos.
En su nuevo ensayo titulado “No-cosas. Quiebras del mundo de hoy” (Taurus, 2021) el filósofo Byung-Chul Han, el más leído y no por ello menos vilipendiado de estos días, se apropia de un concepto original del teórico de la información Vilém Flusser (1993), el de no-cosa, por medio del cual denunciaba cómo la informatización y la dictadura del dato desnaturalizan el mundo y la vida.
De ahí, por ejemplo, que elementos materiales como la tierra y el cielo hayan sido desplazados por recursos digitales como Google Earth y la infinita memoria de la nube, convirtiéndose en nuestro suelo y nuestro almacén artificial de la vida.
Nos hemos degradado a la condición de infómanos, cultores del fetichismo de las no-cosas, del imperio vacío de la información. Somos infómatas, seres reducidos a la tarea de procesar pasivamente información, renunciando con ello a nuestra vida activa.
Por cuanto la informatización es dataísta, prevalece la adición (lo aditivo o calculable) en detrimento del relato, de la narración y la historia.
La información ha deglutido la historia. Hemos empeñado nuestra vida de la biosfera a la no-vida de la artificialidad de la infosfera posfáctica, para derivar en una sociedad que ha quebrado el principio de la verdad a favor de la eficacia aditiva y el absolutismo de los datos.
“El orden digital pone fin a la era de la verdad y da paso a la sociedad de la información posfáctica” dice Han. El saber ha sucumbido ante la seductora y volátil eficacia del dato. Hemos ido evolucionando del Homo faber (trabajador) al Homo ludens (jugador) y del Homo sapiens al Phonosapiens.