
En muchas empresas, grandes o pequeñas, se repite una dinámica que, aunque no siempre se aborda de frente, impacta de manera silenciosa la productividad y la cultura organizacional: colaboradores que dedican más energía a quejarse que a aportar soluciones. Quejarse no es en sí un problema. De hecho, la retroalimentación constructiva es una de las herramientas más valiosas para que las organizaciones evolucionen.
El verdadero riesgo aparece cuando las quejas se vuelven el centro de la actitud laboral, sin que haya un interés real por mejorar los procesos o contribuir al objetivo común. Estos colaboradores suelen tener patrones en común: cumplen con exactitud la hora de salida sin evaluar si su jornada fue productiva, evitan asumir responsabilidades adicionales, transfieren tareas a compañeros más desprevenidos y ven a la organización únicamente como un ente que debe satisfacer sus necesidades, sin detenerse a pensar en lo que ellos mismos aportan a la institución.
Desde un enfoque técnico, esta actitud tiene un costo elevado. Un equipo con miembros poco comprometidos requiere más supervisión, incrementa los errores, retrasa proyectos y disminuye la moral de quienes sí están comprometidos. Además, la cultura organizacional sufre: el sentido de pertenencia se debilita, se pierde la cohesión interna y la organización se vuelve más vulnerable frente a la competencia.
En el plano humano, este comportamiento limita las oportunidades de crecimiento.
Un colaborador que constantemente busca el mínimo esfuerzo y evita salir de su zona de confort está cerrando puertas. Por el contrario, quienes se involucran, asumen retos y mantienen una actitud proactiva, construyen una reputación que abre caminos hacia el liderazgo y nuevas responsabilidades.
La relación empleador-empleado es, en esencia, un intercambio de valor. La organización provee recursos, oportunidades y un espacio para crecer. El colaborador, a cambio, debe aportar compromiso, disposición y resultados. Cuando esta ecuación se rompe, la relación se vuelve frágil y la experiencia laboral pierde sentido para ambas partes.
Para los empleadores, la clave está en construir una cultura que reconozca y premie el compromiso genuino. No se trata solo de dar incentivos económicos, sino de generar entornos donde el esfuerzo y la iniciativa sean visibles, valorados y recompensados. Esto, además de retener talento, inspira a otros a elevar su nivel de contribución. Para los empleados, el llamado es a replantear la forma en que entienden su rol. Trabajar no es solo cumplir un horario; es invertir en uno mismo, aprender, aportar y dejar una huella positiva. Cada acción bien ejecutada es una carta de presentación que puede definir el futuro profesional.
La queja sin acción es un ruido que desgasta. El compromiso, en cambio, es la herramienta silenciosa que transforma realidades, fortalece organizaciones y construye carreras sólidas. La pregunta es simple: ¿serás parte del ruido o del cambio?
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Silem Kirsi Santana
Lic. en Administración de Empresas, Máster en Gestión de Recursos Humanos. Escritora apasionada, con habilidad para transmitir ideas de manera clara y asertiva.