Envueltos en el clima de reacciones a la decisión presidencial de observar la ley que creaba el parque nacional loma Miranda, me he detenido en algunas de las expresiones más crudas de rechazo a dicha medida.
El caso, por su trascendencia, debe movernos a prestar atención a sus manifestaciones, pues constituye un parámetro importante para analizar aspectos primordiales de nuestra cultura política e institucional.
Entre las reacciones más intensas se encuentran las que invocan valores absolutos y al mismo tiempo desconocen o impugnan la legitimidad de los poderes públicos, relativizando el apego de éstos o de sus responsables a criterios y principios fundamentales. Para esta interpretación los poderes públicos actúan sobre la base de intenciones y compromisos encubiertos, y sus razones o argumentos carecen de validez. Es una impugnación moral.
Paradójicamente, este punto de vista que reclama el apego a valores y criterios que considera universales y trascendentes, objeta toda razón en el adversario que no sea la de los compromisos con intenciones malsanas.
Este rasgo de nuestras prácticas de opinión y debate público remite a una debilidad muy acusada en nuestra cultura democrática: nos atribuimos todos los principios éticos y los valores fundamentales mientras les negamos a nuestros contradictores la posibilidad de que puedan estar sustentados en una visión distinta, en una interpretación diferente de lo que se considera fundamental o de la idoneidad de los procesos y acciones elegidos o defendidos.
La gravedad de este fenómeno no es sólo que bloquea el debate público por cuanto invalida a quienes discrepan, sino que, siguiendo sus posibles consecuencias prácticas, puede llevarnos a callejones sin salida, a posiciones extremas.
La política real, la gestión de procesos sociales y políticos, necesita que desarrollemos capacidades de discrepar sin que por ello tengamos que poner en juego la validez de nuestro ordenamiento institucional.