Si es cierto, como se advierte entre quienes llevan adelante el negocio de la minería metálica en el país, que este sector se encuentra en realidad en lo que pudiéramos denominar su etapa infantil –por los niveles de explotación—, se imponen acciones para un aprovechamiento cabal e inteligente.
Una de ellas es la aceptación de las comunidades con recursos mineros identificados, de que su explotación deberá tener lugar en algún momento.
Otra, una legislación en sintonía con la realidad económica a ser construida, el estado de los recursos renovables y las aguas, así como la realidad social dominicana.
Por lo que se puede ver en la parte gerencial de la Cámara Minera Petrolera de República Dominicana, se tiene una conciencia clara de la importancia de una legislación actualizada que permita márgenes apropiados de seguridad en este negocio.
Pero no queda claro si entre inversionistas y gobernantes hay una comprensión de la sensibilidad de las comunidades ante el negocio minero, y de su importancia, como garantía en alguna medida de que este recurso no renovable no pase a inutilizar grandes áreas con el denominado pasivo ambiental.
Con estos dos hechos presentes, el de la necesidad de la explotación por lo que significa en términos económicos y el de evitar la extracción al margen de la responsabilidad ambiental, debe asumirse una política educativa al respecto.
La idea de que las comunidades del entorno de un área de explotación minero sólo están interesadas en el acceso, más allá de los empleos, a los beneficios del negocio, puede ser superficial.
Hay, en realidad, mucha gente convencida de que los daños serán permanentes y estas pueden ser orientadas acerca del celo público para que no sea de esa manera y el compromiso de los inversionistas para remediarlo.
La actitud sana de los pueblos acerca de sus recursos naturales puede ser aprovechada para avanzar con seguridad.