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La luz que no se apaga

Hay abrazos que no necesitan palabras. Basta con mirar a los ojos de una amiga y saber que, aunque el corazón duela, la vida sigue iluminando caminos.

Sin importar los años que pasen, una pérdida es una pérdida y, así como no se olvida la partida de una madre, la de un hijo es todavía aún más dolorosa.

A Ana Mercy Otáñez me unen muchos lazos, hemos camino juntas en la profesión que hemos elegido, desarrollamos un proyecto en conjunto, hemos llorado y reído infinidad de veces y he sido testigo de tanto que he perdido la cuenta… y la puesta en circulación de su libro “Una luz que nunca se apaga”, una obra que más que leerse, se siente, no sería la excepción.

No he vivido la pérdida de un hijo, y aun así, este libro me estremeció. Porque el amor, cuando es auténtico, tiene el poder de conectar las almas incluso desde experiencias distintas.
Ana Mercy ha hecho de su dolor una ofrenda luminosa, de su ausencia un testimonio de fe y de su maternidad una misión para acompañar a otros corazones heridos.

En cada palabra suya hay un acto de valentía. Al escribir, no solo se reconcilia con la ausencia, sino que le da nombre al silencio que muchos prefieren callar. En “Una luz que nunca se apaga”, transforma el duelo en un espacio de esperanza, recordándonos que la fe no elimina el dolor, pero sí lo transforma.

Esa noche en el Museo de Arte Moderno, durante la presentación del libro, las luces encendidas por la ‘oleada de luz’ se reflejaban en los rostros de quienes acompañábamos a Ana Mercy. Era un ambiente íntimo, lleno de amor y gratitud. Cada vela parecía decir: “La vida continúa, y la luz también”.

Ana Mercy y yo compartimos una amistad tejida con respeto, admiración y cariño. He visto su evolución como mujer, periodista, conferencista y creyente.

Pero, sobre todo, la he visto florecer desde la herida, abrazar su historia sin miedo y tender la mano a otros desde la compasión. Su libro no es solo un relato de pérdida; es un manual de resiliencia, una guía para quienes buscan aprender a vivir con la ausencia sin perder la esperanza.

Heridas que florecen
Ana Mercy nos enseña que las heridas pueden florecer cuando se riegan con fe, y que recordar también es una forma de amar.

Al final de la presentación, su gesto —“ríe, baila y abraza”— sintetiza una filosofía de vida que todos deberíamos practicar más: agradecer incluso en medio de la tormenta, celebrar la vida, y mantener encendida esa llama interior que da sentido a todo.

Hoy celebro a mi amiga. Celebro su luz, entrega y forma de sanar compartiendo, porque su historia, aunque nacida del dolor, nos recuerda a todos que hay amores que no mueren, solo cambian de forma.
Mientras existan corazones dispuestos a creer, habrá siempre una luz… que nunca se apaga.

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