La gratuidad es uno de los principios fundamentales de los sistemas de justicia democráticos. Esto obedece a que el papel del Estado es brindar seguridad en las relaciones humanas a través de la resolución de conflictos.
Cobrar por este servicio no tendría otro efecto que incentivar a las personas a solucionarlos por otras vías. Algunas presumiblemente más violentas.
Pero, aunque sea gratuita, la justicia no es gratis. Es un engranaje institucional complejo, que debe enfrentar problemas delicados.
Sirve como mecanismo para desactivar conflictos personales y sociales y, a la vez, para afirmar la legitimidad del Estado a través de su capacidad para mantener el orden y la paz social.
Esto requiere de recursos, y no pocos.Los sistemas de justicia se caracterizan por estar siempre llenos de casos: si son ineficientes, se abarrotan de asuntos sin resolver; si son eficientes las personas acuden a ellos con mayor asiduidad.
Nada de esto parece tener importancia para el Estado dominicano, habituado a desatender la justicia, pese a sus múltiples consecuencias negativas.
Entre las más relevantes está el prolongado abandono sufrido por nuestra legislación y las instituciones llamadas a hacerla cumplir. Otra, la costumbre arraigada de falta de inversión en el sistema.
Todos los años, cuando se acerca el vencimiento del plazo para que el Ejecutivo envíe el proyecto de Presupuesto General del Estado al Congreso Nacional, se levantan voces exigiendo que se cumpla con el mandato de la ley y no se mengüearbitrariamente la partida presupuestaria correspondiente al Poder Judicial. El reclamo es ya parte del ciclo estacional y este año no seráuna excepción.
La renovación de la matrícula de la Suprema Corte brinda la oportunidad para renovar también el compromiso con una mejor justicia. Pero para pasar de palabras bonitas y buenas intenciones a los hechos, se necesitan recursos. Después de todo, se tiene la justicia que se paga.