La coyuntura política que tiene el país después del fallido proceso del 16 de febrero es para que las autoridades de la Junta Central Electoral y el propio gobierno del presidente Danilo Medina agradezcan que las manifestaciones sean cívicas y pacíficas.
La armonía social hace tiempo que está rota, provocando una cantidad de estresores sociales y la población no ha contado con una investigación seria que dé resultados fehacientes de lo que pasó y quién lo provoco, para que el sagrado derecho de elegir y ser elegido fuera postergado.
La inequidad del sistema político y el descaro de la impunidad mantienen mucha gente en las calles y plazas públicas, sobre todo un conglomerado de jóvenes que creen en la lucha de nuestro pueblo por un futuro mejor.
Los miembros de la JCE están obligados a proveer la calidad y calidez del proceso venidero, ampliar la participación de los diferentes sectores para que sirvan de observadores y veedores, y así garantizar la confianza perdida.
La ira, rabia, enojo y la maledicencia no puede primar en estos momentos tan tensos en que se ha sometido a la población, la misma que tiene años en la calles reclamando justicia y cero impunidad.
En nuestra historia ya hubo una poblada en 1984 entre los días 23 y 25 de abril, reclamando desde las calles disminuir el alto costo de los precios de los alimentos de primera necesidad, la corrupción imperante y la firma de un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional y el gobierno de Jorge Blanco.
Al día de hoy las condiciones de los dominicanos podrán ser diferentes al del 1984, pero la crispación sigue siendo la misma: irrespeto a la institucionalidad, falta de democracia e igualdad, grupos enquistados en el poder defendiendo sus intereses y no los colectivos.
Queda pues de la junta y el gobierno, señalado como uno de los principales imputados ante el fracaso electoral, evitar mediante un diálogo sincero que la población retome un poco de credibilidad para viabilizar un descontento generalizado.