Vaya contra el olvido esta pequeña remembranza de mi libro “El placer de lo nimio” (2004), que en su momento dediqué a mis hijos Yasser y Alberto, porque leían fábulas.
Cuando era un adolescente y por mero azar, ese extraño halo que comanda los designios, llegaron a mi hogar algunos libros, entre los que recuerdo las “Obras Escogidas” de Mark Twain, varios títulos de Vargas Vila, uno de André Maurois, y varios de José Ingenieros, quien me enseñó que era menor la distancia a la comprensión entre un animal y un hombre, que entre dos hombres.
Sin embargo, mayor ha sido mi deleite, al descubrir cómo algunos escritores, comprendiendo muy bien a los animales, han encontrado la vía para explorar el selvático espíritu y la cenagosa inteligencia de los humanos, en procura de llegar, en muchos casos fracasada la empresa, hasta el último oasis de éstos: una poción de humildad y nobleza de espíritu; o lo que ocurre con más frecuencia, poner en relieve la miseria espiritual de los seres pensantes.
Entre esos arriesgadísimos exploradores del pensamiento y el lenguaje se recuerdan nombres como Esopo y Fedro, altamente difundidos en el medioevo; más tarde el Arcipreste, La Fontaine, Samaniego, Iriarte; los bestiarios de Arreola, Borges y Cortazar, y por último, Augusto Monterroso, entre otros destacados fabulistas, que no fabuladores, siempre.
Monterroso va, con burlona eficacia satírica y magistral dominio de los recursos escriturales, de lo didáctico a lo sarcástico, de lo irónico a lo irreverente; él, sí, el iconoclasta, el idiomática y cognitivamente perverso, el de las geniales metáforas biliadas.
El de las fábulas, casi fábulas, negación de fábulas que, en muchos casos tienen la particularidad de carecer de moraleja; cuando no, deja entrever que existe, pero, cambiando el sentido convencional del mensaje.
Habiendo nacido en Honduras, en 1921, se naturaliza guatemalteco y se instala en México desde inicios de los años 40. De formación autodidacta, se convirtió en uno de los más brillantes expositores de la fábula y el cuento brevísimo en Hispanoamérica.
Destacan dos obras, a saber, “La oveja negra y demás fábulas” (1969) y “Movimiento perpetuo” (1972). Estas han sido elogiadas por conocidas figuras literarias como García Márquez, que resalta su peligrosa sabiduría y su mortífera falta de seriedad; Carlos Fuentes; Isaac Asimov, quien afirma que luego de leer el cuentecillo “El mono que quiso ser escritor satírico”, jamás volvería a ser el mismo; José Emilio Pacheco, que realza la sutileza en el estilo literario de Monterroso y su capacidad de burla, y José Joaquín Blanco, entre otros.
Lo que encontramos en la escritura de Monterroso es una poética, antes que una retórica, de la brevedad, la claridad y la agudeza de estilo.
Textos como “El dinosaurio” y “Fecundidad”, universos literarios infinitos, aunque de una sola línea, confirman el aserto.
Tiene la virtud y la sagacidad de hacer de una línea un cuento y de un cuento un ensayo. Este logro implica una libre y enriquecedora transgresión de los presuntos límites diferenciadores establecidos por la preceptiva literaria y su noción de género. Sus fábulas van más allá de la mera moralidad.
Comparto con los actuales lectores algunos ejemplos del universo cuentístico de este genial escritor centroamericano y universal, dueño de una inconfundible prosa y una aguda capacidad de observación del prójimo y del entorno sociocultural.
“El mundo
Dios todavía no ha creado el mundo; sólo está imaginándolo, como entre sueños. Por eso el mundo es perfecto, pero confuso”.
“Fecundidad
Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea”.
“El dinosaurio
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.