«Mira, mi piel es como la arena de la playa», se ríe Lyosha, de 16 años.
No estoy seguro de cómo reaccionar a su chiste. ¿Debería reírme o no? Reírme no me parece apropiado.
Lyosha nació en un pueblo remoto en el este de Siberia, Rusia, donde la pobreza y el alcoholismo sellaron su destino.
En 2005, después de una gran celebración de Año Nuevo, su padre, en estado de delirio, tiró a sus dos hijos pequeños dentro de un gran horno a leña encendido.
El bebé de 14 meses murió quemado. Lyosha, de dos años, se salvó gracias a su madre.
Sufrió quemaduras horribles: su cabeza, sus hombros, sus brazos y pulmones, todos ellos resultaron afectados. Pero sobrevivió.
Mi abuela solía ir al mercado cada semana y traía copias de un periódico grueso llamado «Discusiones y hechos».
Recuerdo vívidamente el shock al leer la historia de un niño pequeño quemado en un horno. Me acuerdo de tener miedo incluso de mirar un horno ruso en llamas.
Me acuerdo también de que hubo un pedido de donaciones para ayudar a Lyosha con su tratamiento.
A Lyosha se lo llevaron de Buryatia. Su madre no podía hacerse cargo de él y le encontraron una familia en Moscú que lo podía cuidar.
Su recuperación llevó una década. Parches de piel, cirugías, rehabilitación… Todo eso hizo falta.
Para cuando cumplió 16 años, ya había viajado por casi la mitad del mundo.
«Estuve en Suiza, en Estados Unidos, Alemania, Francia, Lituania, un montón de lugares», enumera.
«Todo por mis quemaduras. Fui a clínicas y centros de rehabilitación».
«Una discapacidad puede brindarte una nueva forma de ver el mundo, e incluso nuevas oportunidades, pero es importante no dejar que toda tu vida gire en torno a ello, porque eso puede acabar contigo», agrega.
Es difícil imaginar el tipo de vida que un niño como Lyosha pudo haber tenido, cómo habrá sido para él ir al colegio con sus cicatrices.
Los niños -y los adultos- pueden ser muy crueles.
«Yo odiaba a la gente cuando era más joven», confiesa Lyosha. «Sentía que me trataban como si fuera una especie de animal».
«En un momento me empezó a gustar la psicología. Me ayudó mucho a entender lo que pasaba. Y el odio sencillamente desapareció. Lo dejé ir».
Con el paso de los años, la apariencia de Lyosha siguió llamando la atención.
«La gente o le tiene miedo a lo que no conoce y te odia o sienten curiosidad y quiere conocerte».
A Lyosha no le gusta hablar de «segundas oportunidades» o «escapes afortunados».
Cuando le pregunto si cree que su tragedia le cambió la vida, él se encoge de hombros.
«No fue mi elección. Yo era pequeño. Lo que pasó, pasó. Si el resultado hubiera sido diferente, yo estaría muerto y no habría nada que hacer, o me hubiera quedado viviendo en Buryatia. Eso es todo».
Lyosha me sorprende y me desconcierta. Se ríe de sí mismo y de lo que lo rodea. No busca nadie a quien echarle la culpa. No tiene miedo. Simplemente vive su vida.
Incluso su actitud hacia el fuego es sorprendente.
«Amo el fuego. Amo los fogones. Sé que la gente que se ha quemado antes puede sentir miedo (al fuego). Pero yo no veo el sentido de tener miedo. Me gusta su luz, su calor, es hermoso. Puedo mirarlo durante horas».
A Lyosha le interesa la mítica ave fénix. La que se enciende en llamas cuando muere para renacer de las cenizas.
Simboliza la vida eterna, el triunfo de la vida sobre la muerte.
«Puedo entender eso. Yo me quemé de niño. Y, de alguna manera, yo también renací de las cenizas».
Actualmente, Lyosha vive y estudia en Moscú.
Sigue en contacto con su padre biológico, que recientemente salió de prisión. Esa es la persona que lo tiró dentro de un horno encendido.
Lyosha se sorprende cuando le pregunto si lo ha perdonado. «No se trata de perdonar. Lo he perdonado hace mucho tiempo. Ahora sencillamente hablamos, como habla la gente normal».
«Nunca lo odié. Seguramente el pensaba que yo estaba furioso con él. Pero cuando nos encontramos, cuando volví a Buryatia, hablamos. Le dije todo y ahora nos escribimos cartas y nos mantenemos en contacto».