Los dominicanos tenemos una visión excesivamente “juridizada” de la vida en democracia. Tal y como ha señalado Eduardo Jorge en más de una ocasión, tenemos una relación mágico-religiosa con el Derecho.
Pensamos que todo el bien y todo el mal tienen su origen en las leyes o en la falta de ellas.
Esta visión nos hace recurrir constantemente a la modificación del ordenamiento jurídico.
No es que no haga falta, sí la hace. Sobre todo porque el Derecho es un conjunto de reglas en necesidad de constante transformación para poder atender una realidad igualmente variable.
Pero este énfasis en las disposiciones jurídicas nos hace olvidar que hay algo fundamental que les sirve de sostén: las normas democráticas.
Ningún sistema jurídico puede operar al margen de la buena fe de sus actores y del cumplimiento de ciertas normas mínimas de convivencia social y política. La capacidad coercitiva del Estado sólo puede operar medianamente bien cuando las infracciones son la excepción y no la regla.
De la misma manera, los sistemas democráticos no pueden funcionar adecuadamente si quienes participan de él no aceptan sus derrotas o quienes vencen utilizan la autoridad que les ha sido confiada como un simple instrumento para ajustar cuentas con sus adversarios.
Quienes están en posición de ejercer el poder democrático deben vencer la tentación de alimentar la desconfianza en el sistema y los comportamientos carentes de buena fe. Después de todo, el poder político sigue leyes muy parecidas a las de la materia: ni se crea ni se destruye, sólo cambia de manos.
En América Latina, y como hemos visto en las últimas semanas también más allá, tiene tiempo paseándose un peligroso fantasma: el de la antipolítica.
La tendencia a demonizar a los adversarios políticos paga réditos a corto plazo, también el abuso del poder confiado. Ambos resultados tienen como consecuencia la erosión paulatina del cimiento de la vida en democracia. Tengamos cuidado.