La guerra restauradora parte I

La guerra restauradora parte I

La guerra restauradora parte I

En el siglo XIX la guerra restauradora fue la segunda gran gesta libertadora del pueblo dominicano. Transcurridos casi tres años de la anexión a España, los dominicanos iniciaron una nueva lucha patriótica con el fin de recuperar su independencia y, para ello, incendiaron poblaciones enteras y libraron cruentas batallas para, al final, recuperar su soberanía y enarbolar de nuevo la enseña tricolor del 27 de febrero de 1844.

Dos días después del grito de Capotillo, en las primeras horas de la mañana en el poblado de Guayubín sonó el estruendo de los cañones y de la fusilería criolla. La orden de los patriotas había sido clara: tomar la plaza militar del pueblo a como diera lugar.

Tras intensas horas de incesante combate, la superioridad numérica de las tropas españolas comenzaba a inclinar la balanza. Pero fue entonces cuando los líderes del movimiento revolucionario tomaron una dolorosa pero necesaria decisión, decidiendo incendiar el caserío. Las llamas pronto comenzaron a devorar las humildes viviendas ante la desesperación de sus moradores, que se vieron obligados a abandonar la comarca.

Sin embargo, el plan surtió efecto. Rodeados por el voraz incendio y el imparable ímpetu de los patriotas, la moral de los españoles se vino abajo, quienes no tuvieron más remedio que ondear la bandera blanca y entregar la plaza de Guayubín a los revolucionarios.

El precio de la libertad resultó elevado, pero ya nada podía apagar la llama independentista que encendieron los restauradores.

La guerra restauradora parte I

La Guerra Restauradora, que devolvió la independencia a los dominicanos en 1865, duró dos años. Esa epopeya bélica comenzó el domingo 16 de agosto de 1863, en el cerro de Capotillo, hoy distrito municipal de la provincia de Dajabón. Y desde allí el movimiento se propagó rápidamente por toda la línea noroeste del territorio dominicano.

En las poblaciones cercanas las tropas españolas intentaron en vano sofocar la rebelión desperdiciando muchos recursos. No obstante, el movimiento continuó expandiéndose de manera avasalladora, a pesar de que los dominicanos pagaron un alto precio para lograr la victoria que les permitió restaurar la República.

El martes 18 de agosto de 1863 se registró en el poblado de Guayubín el primer combate de envergadura entre tropas españolas y las fuerzas dominicanas dirigidas por Juan Antonio Polanco, Santiago Rodríguez, José Cabrera y Benito Monción, entre otros. El objetivo era tomar control de esa plaza militar.

La toma del pueblo de Guayubín constituyó el bautismo de fuego de la guerra restauradora. Tras un intenso enfrentamiento, los patriotas ordenaron incendiar el caserío del pueblo, causando numerosas bajas a la guarnición española, que no tardó en rendirse y entregar la plaza. Para finales de agosto, casi toda la línea noroeste se había pronunciado contra el régimen de la anexión. Así, luego de la toma de Guayubín, las comarcas de Monte Cristi, Sabaneta, Puerto Plata, La Vega, San Francisco de Macorís y Cotuí fueron estremecidas por las conmociones inherentes a todo conflicto bélico.

Pero a medida que el movimiento armado evolucionaba, los restauradores necesitaban escoger un lugar que sirviera como centro de operaciones de la jefatura política y militar de la revolución. Ese lugar, además, debía representar un punto geográfico de gran importancia estratégica para el ejército revolucionario que había decidido establecer un gobierno revolucionario dirigido por dominicanos.

Es evidente que, a lo largo de la línea noroeste y del Cibao, ese lugar no podía ser otro que la ciudad de Santiago, que entonces se encontraba bajo el control de una bien apertrechada guarnición ibérica que estaba comandada por el temible brigadier Manuel Buceta, de quien se dice que era tan cruel que el refranero dominicano acuñó la expresión “más malo que Buceta”.

Los restauradores concentraron sus mejores fuerzas sobre Santiago, logrando rodear a las fuerzas españolas que estaban ventajosamente posicionadas en la estratégica fortaleza San Luis. El 31 de agosto iniciaron la batalla más larga que registran los anales de la historia militar dominicana, ¡la cual duró 14 días ininterrumpidos! Sin embargo, el combate de mayor envergadura de esos enfrentamientos tuvo lugar el 6 de septiembre tras la rendición de las fuerzas reales.

Al final de esa jornada, tras un cruento combate y no sin antes incendiar el pueblo, los dominicanos infligieron una inesperada e importante derrota al enemigo que se vio forzado a abandonar una posición que ya no tenía la importancia geográfica de antes. Los ibéricos entonces se replegaron a la ciudad costera de Puerto Plata, mientras los restauradores ocupaban lo que otrora había sido Santiago, centro económico de la región del Cibao. Concluida esta operación militar, acto seguido los restauradores procedieron a instalar el gobierno restaurador el 14 de septiembre de 1863, al tiempo de comenzar a reconstruir el pueblo.

Una de las primeras medidas del gobierno revolucionario fue crear una comisión que redactara un manifiesto o acta de nacimiento de la Segunda República, anunciando al mundo y al gabinete español, las muy justas causales que han obligado a los dominicanos a sacudir, por la fuerza y las armas, el yugo con que dicha Nación hasta hoy les ha oprimido, y romper las cadenas a que una engañosa y forzada Anexión a la Corona de Castilla, preparada por el General Pedro Santana y sus satélites, les había sometido, quedando restaurada la República Dominicana, y reconquistado el precioso don de la libertad, inherente de todo ser creado.

 De igual manera, el manifiesto explicaba los motivos que habían inducido a los dominicanos a empuñar las armas con el fin de restablecer la República y reconquistar la libertad, que consideraban “el primero, el más precioso de los derechos con que el hombre fue favorecido por el Supremo Hacedor del Universo”.

La anexión a España, afirmaron, no había sido obra del pueblo dominicano, sino más bien el querer fementido del general Pedro Santana y de sus secuaces, quienes en la desesperación de su indefectible caída del poder, tomaron el desesperado partido de entregar la República, obra de grandes y cruentos sacrificios, bajo el pretexto de anexión al poder de la España, permitiendo que descendiese el pabellón cruzado, enarbolado a costa de sangre del pueblo dominicano y con mil patíbulos de triste recuerdo.

En el referido manifiesto, los revolucionarios reconocieron que los propósitos e intenciones de Su Majestad, la reina  Isabel II, respecto del pueblo dominicano no eran lesivos al interés colectivo, pero que sus subalternos habían obrado en sentido contrario a la voluntad del trono de España, al extremo de que las providencias de la Capitanía General se transformaron en medidas bárbaras y tiránicas que este pueblo no ha podido ni debido sufrir. Para así probarlo, baste decir que hemos sido gobernados por un Buceta y un Campillo, cuyos hechos son bien notorios. La anexión de la República Dominicana a la Corona de España ha sido la voluntad de un solo hombre que la ha domeñado; nuestros más sagrados derechos, conquistados con diez y ocho años de inmensos sacrificios, han sido traicionados y vendidos; el gabinete de la nación española ha sido engañado, y engañados también muchos dominicanos de valía e influencia, con promesas que no han sido cumplidas con ofertas luego desmentidas.

 Los dominicanos fueron tratados con cierta discriminación por las autoridades españolas, pues ellas se manejaron con “marcada arrogancia” ante un pueblo devastado por su lucha contra Haití, por un lado, exasperándolo con agravios y con onerosas medidas impositivas y, por el otro, reprimiéndolo con “persecuciones y patíbulos inmerecidos y escandalosos”. De ahí, en gran parte, su firme resolución a luchar por el rescate de la libertad y la independencia “por las cuales estamos dispuestos a derramar nuestra última gota de sangre”.

Desde Santiago, el gobierno restaurador estructuró un plan de defensa y ataque más sistemático y eficaz. Recibió colaboración internacional, especialmente de Haití y Venezuela, al tiempo que gestionó el respaldo del presidente estadounidense Abraham Lincoln, pero el general Pujols, emisario dominicano, no tuvo éxito en su gestión. Los Estados Unidos, entonces inmersos en una guerra civil, no pudieron prestar la atención necesaria a los sucesos políticos que tenían lugar en el Caribe, una región de alto interés para ellos según la Doctrina Monroe.

Mientras tanto, los restauradores continuaron fortaleciendo el gobierno y reorganizando el ejército. Las fuerzas se distribuyeron según los objetivos geográficos de mayor importancia militar, principalmente en el sur y en el este. Para mediados de septiembre, estas regiones aún estaban en poder de los ibéricos y no se habían pronunciado a favor de la causa restauradora. Sin embargo, el sentimiento nacionalista no tardó en aflorar en todas esas comarcas. Ya para el mes de octubre, tanto en el sur, parte de Santo Domingo y en el este, el espíritu de la revolución restauradora se manifestó con fuerza, y la mayoría de la población anhelaba y demandaba el retorno de la República Dominicana libre e independiente.

La lucha para conquistar la victoria estaba lejos de culminar, a pesar de los triunfos y del avance de las tropas restauradoras hacia el centro del gobierno colonial que lo era la ciudad de Santo Domingo. Con la toma de Guayubín, el 18 de agosto, y el incendio de Santiago, en septiembre, los dominicanos habían enviado un mensaje inequívoco a las tropas del gobierno anexionista: estaban dispuestos a luchar por su libertad al costo que fuera necesario. La guerra de la restauración, por tanto, apenas comenzaba…



El Día

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