
Recientemente sepulté a un gran amigo, que era como un hermano. Viví en su casa varios años cuando estaba en la universidad. Su hermano es uno de mis mejores amigos, y su madre, como una madre para mí.
Radhamés era un joven lleno de vida, de planes, de valores. Llevaba una vida sana, hacía deporte, no fumaba, no era tomador.
Unas semanas atrás fue al hospital con dificultad para respirar. Encontraron que tenía líquido en uno de sus pulmones. Se lo extrajeron, pero también encontraron algo más: tenía cáncer.
Una semana después del hallazgo, estando en su casa, a la espera de los resultados para empezar tratamiento, tuvo una crisis que acabó con su vida. Tenía apenas 41 años.
No llego a entender cómo una persona con una vida tan sana resultó con esa enfermedad. Mucho menos comprendo la violencia con la que dicha enfermedad le quitó la vida.
Pero algo sí me ha quedado muy claro: la vida es muy frágil. Se nos va como arena entre los dedos. De un momento a otro nuestros planes cambian. En un instante nuestros días se acaban.
Esta tragedia me ha hecho reflexionar sobre lo cierto de aquella frase: “Vive cada día como si fuera el último”.
La cual no se refiere a derrochar y cometer excesos. Se refiere a dar importancia a lo que es importante, pues muchas veces la vida se nos gasta en sobrevivir, y olvidamos lo que es vivir.
Doy gracias a Dios por la vida de mi querido Radhamés Rodríguez Castillo, quien dejó una estela de afecto y cariño en todas las personas que le conocieron. Que su trágica partida nos sirva para valorar cada día el milagro de estar vivos. Que nos haga entender lo dichosos que somos de vivir un día más.