
Contrario a lo que nos imponen las necesidades del día a día en un ambiente obsesionado con la productividad, la vida no se mide solo en términos de utilidad económica.
La etapa culminante a la que llegamos después de entregarle prácticamente la vida al alcance de logros tangibles, como escribiera Simone de Beauvoir, “…no se define por el número de años, sino por la idea de que ya no hay nada más por esperar”.
Albert Camus lo anticipó hace más de setenta años: el mayor problema filosófico de nuestra época era el sentido de la vida, no su duración.
“No es cierto que la gente deje de perseguir sueños porque envejece; envejece porque deja de perseguir sueños” (García Márquez).
La ciencia lo confirma. Durante décadas nos acostumbramos a medir la longevidad en tasas de mortalidad, índices de envejecimiento poblacional, jubilaciones y pensiones. Después llegó la expectativa de salud, que dio paso al ejercicio, las proteínas y las fórmulas mágicas para mantenernos en forma.
Ninguna de esas medidas basta si dejamos afuera lo que verdaderamente da sentido a la vida: la capacidad de experimentar alegría, propósito y conexión.
Hoy, cuando la medicina nos ofrece inteligencia más allá de la artificial, el dilema de existir no reside solo en saber cuánto viviremos, sino en qué haremos con esos años.
Vivir más es un logro indiscutible, pero puede convertirse en una trampa si no se acompaña de condiciones emocionales, sociales y comunitarias que sostengan una existencia plena.
No se trata de negar el dolor, las pérdidas o las limitaciones físicas. Se trata de recuperar la capacidad de conectar, de sentir todavía que hay algo por descubrir. Es lo más cercano al renacer.
Las personas que cultivan emociones positivas no solo muestran mayor bienestar, sino también menor deterioro cognitivo.
Tejer vínculos significativos que contrarresten la soledad es otra de las claves para hacer de la vida una experiencia plena de sentido.
La verdadera revolución no será solo vivir más, ni siquiera vivir mejor, sino aprender a vivir.