La noche del 16 de septiembre de 1973, cinco días después del golpe militar que derrocó a Salvador Allende, una estatua de bronce enorme fue derribada de raíz.
El ruido que provocó su brusca caída despertó a los vecinos de San Miguel, el populoso barrio de Santiago donde se había inaugurado tres años antes con bombos y platillos. Era el primer monumento del Che Guevara levantado en el mundo.
Hay muy pocas imágenes de lo ocurrido, aunque en algún recorte de prensa se ve un camión militar arrastrando lo que queda del homenaje al guerrillero argentino. Ahí se le pierde el rastro; lleva más de 50 años desaparecida.
En “Revolución”, su segunda novela, el periodista y escritor chileno Juan Pablo Meneses se dedica a sacar del olvido la singular historia de esta estatua que fue venerada, pero también atacada y hasta decapitada por los detractores de las ideologías revolucionarias.
«Es tremendo que nadie sepa dónde está. Cómo desaparece algo tan grande, tan macizo, cómo nadie -ni del mundo político ni del artístico- nunca denunció su pérdida», se pregunta Meneses en entrevista con BBC Mundo.
¿Cómo llegas a esta historia tan increíble y desconocida?
La había escuchado rondar durante mucho tiempo, y cada vez que alguien me contaba algo se iba agrandando.
Pero cuando me puse a investigar, no había casi nada, prácticamente no había fotos, la gente que vivía ahí no se acordaba.
Sin embargo, yo iba encontrando detalles, como que era el primer monumento en el mundo al Che, que Pinochet había llamado personalmente para que la botaran, que Fidel la visitó a pocos días de su inauguración, y que Neruda organizó una colecta cuando le volaron la cabeza.
Todo eso me fue llamando la atención y me fue empujando a querer escribir sobre el tema.
Es, como tu libro anterior “Una historia perdida” -que narra el bombardeo al hospital de la Fuerza Aérea en Chile el mismo 11 de septiembre de 1973-, una historia olvidada. ¿Qué te atrae del olvido?
Yo vengo de diez años de hacer crónica, o periodismo literario -como quieras decirle- y con este libro y con la novela anterior hago un ejercicio de mover los componentes y hacer algo que se podría llamar literatura crónica.
Creo que para América Latina es importante reportear las historias desconocidas que tienen que ver con la memoria y empezar a usar la ficción en algunos elementos, porque es la única manera de que podamos contar nuestra historia real.
¿Por qué?
Porque resulta que ya no llegaron las investigaciones periodísticas, ni las investigaciones judiciales, ni las académicas.
Entonces, como no llegó nadie a decirnos ‘esto fue lo que realmente pasó’, qué hacemos: ¿no lo contamos o terminamos de contar las partes que faltan, de unirlas, con ficción, con historias, con cosas que te van contando?
De alguna manera eso ya está pasando en las series.
Yo estaba en México dando un taller en julio cuando tomaron preso al Mayo Zambada en Estados Unidos, y una tallerista me dijo que la verdad completa solo la vamos a saber cuando se estrene en Netflix Narcos 15.
¿Te das cuenta? Pareciera que ya estamos asumiendo que cuando la ficción nos cuente una historia, lo que vamos a terminar entendiendo va a ser la historia real.
Eso es lo que a mí me interesa: la ficción que instala verdades.
¿Cómo describirías tú la historia de la estatua?
A mí me parece todo muy loco.
Estamos hablando de un monumento que en total medía casi diez metros: la estatua unos tres y el resto era la gruta, porque siempre fue pensado para que la gente peregrinara hasta ahí.
Era un Che de bronce en posición de resistencia, con un grito en la cara, colgado de un fusil, como crucificado, nada que ver con la típica estatua del prócer.
Se trabajó en un par de fundiciones de Santiago, muy en secreto, y luego pasó mucho tiempo escondida en la Municipalidad de San Miguel, porque su gestor -que era del partido Socialista, pero la hizo a título personal- quería sorprender y aprovechar la juramentación de Allende para que la visitaran todas las delegaciones internacionales, en especial las de Cuba, de Bolivia y Argentina.
Pero el proyecto iba más allá de la estatua: lo que se intentó crear fue una zona guevarista, donde había gente que como en Bolivia tenía fotos del Che en su casa, que le rezaba.
El Che compitiendo con Jesucristo, como describes en el libro.
Claro… Es que la revolución cubana fue un proyecto que enamoró a todo el mundo.
Piensa que en Chile, el eslogan del gobierno anterior al de Allende, el de Eduardo Frei Montalva (1964-1970), era revolución en libertad, pero revolución sí o sí.
Era un ideal que comenzó a inspirar a muchos grupos religiosos que veían a Jesús como un revolucionario… Y entonces llegan los que habían hecho la revolución, y muere el Che y empiezan a aparecer murales del «Che vive» al lado de los de «Cristo vive».
Así que sí, en esos años en un barrio de Santiago de Chile hubo una pelea santa real entre el Che y Jesucristo.
Ni Fidel, ni el Che. Una de las frases más ingeniosas del libro es “Sin Meneses no hay revolución”, que tiene una doble lectura: cuenta una historia real y te da pie para jugar con tu propio apellido y el título de la novela. Tremenda casualidad, ¿no?
Jajaja. Sí, es un giro muy afortunado, porque Enrique Meneses realmente existió y fue un personaje alucinante.
De hecho, cuando yo lo conocí estuvimos hablando largamente sobre nuestro apellido, y al final de esa charla él también me contó de la existencia de la estatua.
Meneses sacó en la Sierra Maestra una foto en que aparecen Fidel disparando y el Che a su lado, que logró que fuera portada de la revista Paris Match en 1958, o sea antes de que ganara la revolución.
En esa época, salir en la Paris Match era una de las cosas más cool que existían, y todos los intelectuales franceses conectaron mucho con estos jóvenes latinoamericanos guapos, que están en la selva. Fue como su lanzamiento al mundo.
Tanto que después en su libro “Diario de viaje”, el Che dice que sin esa participación de Meneses no habría triunfado la revolución. De ahí la frase y de ahí el título.
Otra imagen clave del Che es la que le sacaron en Bolivia después de que lo matan, para la que se sabe que manipulan y mueven su cuerpo y hasta le abren los ojos…
Alma Guillermoprieto dice que el Che comienza a existir después de muerto, y esa es, por cierto, una imagen que le da mucha potencia a su figura.
Uno podría decir que su muerte es quizás el punto más alto al que llega la influencia y el encantamiento latinoamericano por la revolución, porque su muerte lo convierte en un dios.
Y que tal vez todo ese ideario empieza a caer con el golpe de Pinochet, que fue muy emblemático a nivel mundial.
Entre 1967 -cuando matan al Che- y 1973 -cuando Allende muere en La Moneda- se vive lo que uno de los personajes que participó en la construcción del monumento llama una borrachera revolucionaria, que ya todos sabemos cómo terminó.
De alguna manera, si bien el protagonista es el Che, el libro es también una excusa para hablar de Chile, y de los paralelos entre la estatua y el gobierno de la Unidad Popular.
Es que la estatua duró el mismo tiempo que el gobierno de Allende: se inaugura cinco días después de que asumiera y fue derribada cinco días después del golpe.
Yo creo que si se hiciera un documental de cómo se instaló, los homenajes que le hicieron, los ataques que sufrió, mostraría de manera casi certera todo lo que fue ese período de la historia de Chile, sobre todo, el tema de la violencia y del fanatismo.
Antes de empezar este libro tú no eras guevarista, dices. ¿Te convertiste escribiéndolo?
Sí, es cierto, yo nunca fui guevarista, pero además, en Chile hablar del Che Guevara en la dictadura era realmente hablar del demonio.
Ahora, como autor, siento que el Che está en su peor momento. Hay países donde se han tirado o se propone tirar las estatuas en su honor y su ideario está cada vez más olvidado.
Mi acercamiento a su figura viene de mi experiencia en Clarín, donde edité una serie sobre el tema del consumo, que es increíble también: cómo el capitalismo convierte a uno de sus peores enemigos en las cosas más absurdas, en helados, calzado de verano y hasta en ambulancias, lo que veo de alguna manera como un fracaso capitalista, una rendición.
Yo soy un guevarista del Che que la gente compra y usa sin saber realmente quién es, qué significa, porque al final nadie sabe lo que es el Che: yo diría que es el gran invento, la gran obra literaria latinoamericana del último tiempo.
Su historia la han construido después de su muerte los que lo odian y los que están a favor. Y ni siquiera a partir de sus discursos.
Fíjate que hay dos centros de estudio latinoamericanos centrados en el Che, uno en Rosario, Argentina, y el otro en La Habana, y nunca se han puesto de acuerdo entre ellos sobre cuál es el pensamiento guevarista.
En ese sentido, podríamos decir que Guevara fue el primer influencer latinoamericano, desde el punto de sentir que de repente la gente lo sigue, aunque no sepa muy bien por qué.
Hablemos de la denuncia que hace Juan, tu personaje central, exigiendo que se investigue dónde está la estatua, y te inspira a hacerlo tú… El personaje creando realidad.
Esto es 100% verdad.
Hay muchos autores que dicen que el personaje está inspirado en ellos. En este caso, yo tengo que decir que con la denuncia yo estoy inspirado en el personaje.
Una de las cosas que tiene la ficción es que de repente los personajes se van por su lado. No es como en la crónica, en el periodismo, que uno los tiene siempre de la rienda, guiados por los datos.
En cambio acá se van y de repente Juan empieza a hablar sobre hacer una denuncia, la prepara, y cuando la tiene lista, yo dije, oye, yo también quiero hacer eso, por qué no lo voy a hacer. Y como que le copié.
Entonces, resulta que hoy la única denuncia por la desaparición de la estatua del Che que está instalada de manera real es a partir de un personaje de ficción.
Y entras a un mundo bien kafkiano, un mundo bien distinto al del Chile moderno y eficaz que se suele publicitar…
¡Cómo no! Es el Chile de los notarios, de los timbres, del llame después, de los trámites, el Chile donde todavía hay Consejo de Monumentos que tiene un militar adentro.
Es verdad que eso pasa porque la mayoría de los monumentos que existen son militares, pero hasta hoy nadie se atreve a preguntarle qué pasó con el monumento del Che.
En el Consejo me dijeron que al final tiraron la pelota para la Municipalidad de San Miguel, que es algo muy chileno, ¿no?, eso de irse pasando el trámite de un lado a otro.
¿Gana el silencio?
Para mí, el Che de San Miguel es el símbolo de muchos pactos de silencio, en los que se dijo, ya, sigamos adelante y olvidemos algunas cosas que al final quedan como en una zona de abandono.
El mejor ejemplo son el creador de la idea del monumento, el alcalde de San Miguel, Tito Palestro -parte de un clan político muy conocido en Chile-, que después del golpe estuvo varios años entre el Estadio Nacional, isla Dawson y el centro de tortura de Tres Álamos, y luego partió al exilio en Austria, donde murió.
Hasta hoy, no hay ni una entrada en Wikipedia sobre él, no hay ni siquiera una calle, un pasaje, una cosita, nada, ni siquiera sobre las estatuas que levantó, incluida una de Carlos Gardel. Todo eso está desaparecido.
Y el escultor, Praxíteles Vázquez, que tenía cierto reconocimiento en Valparaíso, de donde era su familia. Además de la obra del Che, hizo unos murales de 100 metros que también derribaron. Y aunque no salió al exilio sus trabajos más importantes desaparecieron y él pasó a vivir en el anonimato.
Así que los dos creadores de esta estatua, que eran una especie de Quijote y Sancho Panza, terminaron totalmente olvidados por todos.
A mí me gusta pensar que rescatar esta historia es también rescatar a estos personajes que han quedado en el camino.
¿Crees que la van a encontrar? Las pistas que das en el libro es que estaría en una bodega militar o enterrada debajo de una piscina…
Después de publicar el libro me llegó una nueva versión de que habría sido destruida, dinamitada.
Es algo que me cuesta creer porque otro exmilitar me decía que este tipo de estatuas que se roban así son como trofeos de guerra.
Yo hablé con un curador en Francia y él me dijo que estaba interesado en que se encuentre, pero lo veo difícil, aunque sería lindo, porque es un momento de la historia del país.
Como sea, no es una tarea de la que me voy a encargar yo. Siento que con mi libro llego hasta acá; al fin, yo no soy perseguidor de estatuas.