
Desde los dioses antiguos hasta los algoritmos contemporáneos, la humanidad ha fabricado verdades emotivas para soportar el vacío del no saber. Hoy, la posverdad prolonga esa vieja necesidad bajo una apariencia tecnológica.
“Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.” (Jn 8,32)
I. El mito: la primera mentira necesaria
Desde los primeros días de la humanidad, el ser humano ha intentado dotar de sentido al misterio que lo rodea. De ese impulso -racional y temeroso a la vez- nació el mito, esto es, una explicación poética de lo incomprensible. Los relámpagos no eran descargas eléctricas, sino la ira de un dios; la sequía no era un fenómeno climático, sino castigo divino. El mito fundó el orden simbólico del mundo y, con él, la ilusión de control frente al caos. Era, en el fondo, una mentira emotiva, una creación necesaria para calmar la angustia de no saber.
Así, el mito fue la primera gran construcción artificial de la humanidad, una verdad inventada para sobrevivir. En cada cultura, los dioses fueron un espejo de los hombres: celosos, vengativos, compasivos o caprichosos, según el pulso emocional de sus pueblos. En ellos se mezclaban las pasiones humanas con los elementos naturales, y su poder dependía de la fe colectiva que los sostenía. No había aún ciencia ni filosofía; había relatos. Y los relatos eran la forma más antigua del poder.
II. De los dioses al poder terrenal
Con el paso del tiempo, las civilizaciones comprendieron que el universo no podía depender de tantas voluntades divinas. La multiplicidad de dioses resultaba insostenible en la búsqueda de una verdad unificadora. El politeísmo -creencia en varios dioses-, aunque ordenado, reflejaba el caos del alma humana. Surgió entonces el monoteísmo como aspiración a la unidad, es decir un solo Dios que explicara todas las cosas y diera coherencia al mundo.
Esa transición fue, al mismo tiempo, un acto de fe y de poder. El Dios único concentró no solo lo divino, sino también lo político. Quien hablaba en su nombre, mandaba. Reyes y papas se proclamaron representantes de Dios en la Tierra. El trono y el altar se confundieron en un mismo símbolo. La fe se convirtió en instrumento de obediencia, y la religión en legitimación del poder. En nombre de la verdad divina se impusieron guerras, conquistas y silencios.
III. La filosofía y el rescate de la verdad
La filosofía intentó liberar al hombre de ese dominio. Platón situó la verdad en el mundo de las ideas, accesible solo al alma que se emancipa de las sombras; Descartes la buscó en la certeza del pensamiento racional -“pienso, luego existo”-; y Kant en los límites del conocimiento y en la razón práctica que guía la acción moral.
En cambio, Jenófanes ya había advertido que los hombres crean dioses a su imagen, y Pirrón, desde el escepticismo, dudó de que la verdad pudiera conocerse plenamente. Siglos después, Nietzsche radicalizó esa sospecha: si Dios ha muerto, también mueren las verdades absolutas. El hombre, liberado del dogma, debe inventar su propio sentido, aunque ese acto lo confronte con el vacío.
Los libros sagrados -la Biblia, el Corán, los Vedas, la Torá- coinciden en una convicción esencial: la verdad hace libre al hombre. Pero la historia demuestra que los hombres, más que buscarla, han preferido creer.
IV. El desencanto y las nuevas religiones seculares
La modernidad rompió el vínculo entre el poder divino y el terrenal. El Estado laico sustituyó al sagrado, y la ciencia reemplazó al mito. La razón se convirtió en la nueva autoridad. Pero el desencantamiento del mundo no trajo serenidad. Nietzsche lo advirtió: el vacío dejado por Dios sería ocupado por ideologías.
El siglo XX confirmó esa profecía. El nacionalismo, el marxismo y el consumismo se erigieron en religiones seculares, cada una con sus dogmas, sus profetas y sus promesas de redención. La humanidad, al liberar la mente, siguió prisionera del deseo de creer.
V. Posverdad: la emoción como nuevo dogma
En el siglo XXI, la humanidad ha dado un paso más: ha sustituido los dioses y las ideologías por las emociones como criterio de verdad. Vivimos en la era de la posverdad, donde los hechos importan menos que las percepciones. Lo que convence se impone sobre lo que demuestra. La objetividad cede ante la verosimilitud afectiva.
Como advierte Byung-Chul Han, en la sociedad de la transparencia “todo debe mostrarse y nada puede pensarse”. Esa exposición constante convierte la emoción en mercancía. Las redes sociales han democratizado la mentira, pues cada usuario fabrica su propio mito digital y lo defiende con fervor religioso.
Hannah Arendt lo comprendió antes que nadie: cuando la mentira se normaliza en la esfera pública, la verdad pierde su fuerza moral y política. La opinión se convierte en una forma de dominación.
VI. Entre la fe y la lucidez
Así, la humanidad repite un ciclo: del mito al dogma, del dogma a la razón, y de la razón a la emoción digital. Cambian los nombres, pero no el fondo. Seguimos prefiriendo las mentiras que nos consuelan a las verdades que nos desafían.
En suma, el mito no ha desaparecido, solo se ha vuelto interactivo. Quizá la verdad siga existiendo, como intuían Platón, Descartes y Kant, pero requiere una disciplina interior que el ruido del mundo contemporáneo ya no tolera.
En tiempos donde la emoción manda y el juicio se diluye, pensar críticamente es el último acto de fe.