La semana pasada, la sociedad dominicana tuvo que mirarse en el espejo. Trascendió que Luis Peña Valdez, albañil, pasó doce años preso sin siquiera haber sido sometido a la justicia, mucho menos enjuiciado.
Doce años. Se dice fácil, pero vivirlo debe ser un infierno. Su encierro escapó a todos los filtros legales e institucionales que deben evitar este tipo de arbitrariedades, pero la razón por la que fue posible es otra, más profunda y preocupante.
Luis Peña Valdez estuvo preso doce años como castigo por vivir en una sociedad firmemente convencida de que el preso “no es gente”, que la Justicia sólo es justicia cuando actúa de manera arbitraria, que sospecha profundamente de la inocencia de todos sus miembros. La lucha por el debido proceso ha sido siempre cuesta arriba en el país.
Cuando se impulsó la reforma del sistema de justicia penal, incluyendo el Código Procesal Penal, se atacó a sus proponentes diciendo que buscaban beneficiar a los delincuentes y los corruptos.
No faltaron tampoco acusaciones de traición a la Patria. Sin embargo, la verdadera amenaza para nuestro tejido social era una justicia penal arbitraria, trituradora de personas.
Casos como el de Luis Peña Valdez no nos dejan seguir engañándonos. La celebración de la arbitrariedad pública nos ha dejado sin defensas frente a instituciones imperfectas. No debiera ser necesario que un hombre inocente pase más de una década en prisión para que nos demos cuenta de la urgencia de revisar nuestro sistema de justicia penal y penitenciario.
No olvidarlo es igual de importante que recordarlo, quizás más. Por eso, no debemos dejar de repetirnos el nombre de Luis Peña Valdez, que pagó con doce años de su vida nuestra desidia frente a un problema tan serio.
Los casos recurrentes que nos devuelven efímeramente la memoria no son simples recordatorios, son condenas de nuestra indolencia. No lo permitamos otra vez, somos un mejor pueblo que eso.