Plantearse la cuestión identitaria en la contemporaneidad resulta una labor compleja, un desafío a la tarea misma de pensar y a las fronteras que, desde las disciplinas clásicas, se han fijado a los saberes humanísticos y científicos. Algo elemental es preguntarse acerca de si debemos hablar de identidad o identidades en una misma persona.
Esto, en función de la dualidad entre los mundos “online” y “offline”, entre la realidad y la virtualidad, entre el yo subjetivo, que opera como unidad, y el yo virtual o cibernético, que actúa como duplicidad o yo múltiple.
La identidad se presenta hoy como un proceso permanente de construcción individual y social, que tiene lugar en un contexto marcado por las tendencias de la globalización de la economía, el comercio, la política, el poder y la cultura, y en el que temas como la revolución tecnológica, la digitalización, el multiculturalismo, las migraciones, la pobreza, los extremismos ideológicos y religiosos, la violencia del terror, la inseguridad tienen un peso específico considerable.
En la modernidad líquida, en los tiempos de la modernidad tardía no existe la identidad como significado sólido, fijo, firme, granítico, incólume.
Existen, más bien, identidades múltiples que, como en una estructura de ensamblaje, en la integridad del yo del individuo se articulan, se solapan, se combinan, tachan o reemplazan y se imbrican, de manera desigual o inarmónica, en las relaciones no duraderas ni comprometidas con los demás individuos o con el contexto grupal y social.
Se ha dado, pues, un desgaste en la capacidad de generación de sentidos unívocos propia de la era moderna sólida, deviniendo en una nueva capacidad autónoma, desregulada, volátil cuya generación de signos y símbolos se coloca ante una pantalla de lecturas rápidas, multívocas, polisémicas, abiertas y en constante reinterpretación.
Se trata de lecturas y posturas vitales e identitarias fragmentadas, sin ilusión de destino, sin grandes relatos (históricos, teológicos, cosmogónicos, ideológicos) a los que sujetarse.
Las identidades son, como las vestimentas, de quita y pon, y los compromisos pasaron de ser para toda la vida a durar solo hasta el próximo aviso. Lo sólido, que creaba la sensación de seguridad, ahora nos provoca estupor y amenaza. El “telos”, el sino es ahora la obsolescencia.
Nada dura. Ni las posturas ideológicas, ni las responsabilidades éticas o morales, ni los imperativos del raciocinio, que se disfrazan de comodines del oportunismo y el chantaje.
Tampoco tienen durabilidad el amor, el trabajo, el barrio, los vecinos, el matrimonio, la figura corporal, la alimentación, los jirones de vestir, la obra de arte.
Todo es efímero. Ha desaparecido el sentido de la espera, de la pausa, de la contemplación. Impera el negocio sin ocio. Todo se reinventa incesante, abierta y aceleradamente.
Nada cesa, y en esa agitación estriban la ansiedad y la depresión como rasgos identitarios del individuo moderno, el sujeto líquido, de acuerdo con Zygmunt Bauman.
Este abstruso fresco de la historia contemporánea nos presenta, además, una metamorfosis de las relaciones de saber, en tanto que relaciones de poder, y de las relaciones de poder, en tanto que dominios del saber.
Además, se dará una recomposición, en la generación de sentidos, entre la palabra del poder y el poder de la palabra. El conocimiento se degrada en información excesiva y prescindible.
No se trata, ahora, del fin de la historia. Se trata, más bien, del final del fin, de un nuevo escenario donde todo se desmemoriza y recomienza.
El tiempo es ahora una constante aceleración, que hace de lo duradero algo efímero, volátil, escurridizo, instantáneo. El espacio es ahora un intangible en el que imperan la simultaneidad y la ubicuidad. Las identidades se eligen, no se heredan.