«Si alguien pregunta: ‘¿Qué son esas heridas que traes en el pecho?’, la respuesta será: Son aquellas que me hicieron en la casa de quienes me aman».
Desde que era niña, la casa fue un lugar del que resguardarse para Kathy Serrano (Venezuela, 1968), con cosas hermosas pero también con violencia.
Tanto que, con apenas con 16 años, se fue a vivir sola a Caracas. El periplo migrarorio siguió hasta la antigua Unión Soviética y terminó en Lima (Perú) donde vive desde 1994.
En su primera novela, «El dolor de la sangre», la protagonista, Martha, es una venezolana que vive en Perú y rehúye de su país y de encontrarse con su hermano violento. Hasta que le hacen el encargo de unas fotos que la obligan a regresar.
Martha se ve enfrentada con una Venezuela actual (aunque atemporal) de la que tiene recuerdos, pero a la que no pertenece, en un viaje donde, además, debe enfrentar los monstruos del pasado.
La idea de esta novela ya te rondaba en la cabeza hace tiempo, ¿no?
El primer capítulo lo escribí ya en 2018, en un vuelo yendo hacia Ecuador, pero sin duda hay algo que viene de toda la vida.
Tengo un hermano violento. Y cuando llegué a Caracas escribí una obra de teatro de la relación de una mujer con un hermano de estas características.
Luego empieza la obsesión con el tema del retorno. Escribí sobre ello, pero me robaron en casa y perdí todo lo que tenía escrito. Me quedaron cinco cuentos que no creo que publique.
Hace cinco años me dediqué solo a escribir y, de nuevo, aparece esa obsesión del retorno, con la idea del camino recorrido, de la infancia.
Y, aclaro: no es autobiográfica, por si acaso. No me he enamorado de mi hermano (ríe).
Aun así, hay muchas similitudes entre la protagonista, Martha, y tú. Ambas se van pronto de casa, el tema del hermano violento, ambas acaban viviendo en Lima y no regresan a Venezuela, la evitan incluso. ¿Qué hay de Martha en ti y viceversa?
Hay mucho. A veces siento que definitivamente nos agarramos de las cosas que vivimos. Como artistas tomamos las cosas que nos han marcado, nos han roto.
El hogar, la infancia, la familia se quedan en tu alma, en tu cuerpo. Son los que nos nutren, nos resquebrajan y nos dejan cicatrices.
Hay muchas cosas que yo he fagocitado de mí para crear a Martha. No es muy cotidiano que a los 16 años te vayas a vivir sola a un ciudad como Caracas. Soy migrante desde que tengo 16 años y eso ha marcado mi forma de ser, mi alma.
La violencia la he conocido desde niña y he visto y vivido cosas fuertes y no solamente mías sino de otras personas. He visto la violencia reflejada en otras familias, en otras mujeres, en amigas.
A su vez, Martha tiene cosas que me habría gustado tener. Como saber fotografía o el tipo de fuerza interior que tiene. Ella surge de mis propios miedos y de mis propias experiencias.
En 2012 ibas a dirigir una obra de teatro de una dramaturga peruana. Es curioso, porque también llevaba la palabra «sangre» en el título.
Ahí llevaba 10 años de no ir a Venezuela.
Cuando terminé de leer la obra, sin hablar con nadie, me levanté de la cama, me puse un buzo deportivo y me fui a una agencia en un centro comercial y me compré un pasaje a Venezuela.
Además del hermano que, lamentablemente, es violento, tengo otro que me adora. Y a este le pedí que me acompañara en el periplo a mi ciudad natal.
Necesitaba ir, volver y confrontar. Pero no en plan bronca, sino con mi vulnerabilidad, con recuerdos gratos y no gratos. Confrontar ese recuerdo para poder llegar más liviana a Perú.
Fue un viaje de hacer las paces interiormente con una serie de recuerdos y cosas que nos tocan. Ahora se habla más de la violencia que nos toca vivir a las mujeres, pero esa violencia la hubo siempre.
Precisamente la novela está salpicada de violencia, no sólo física, sino un abanico de violencias amplio y sutil.
Me interesa como ser humano y como artista tocar el tema de la violencia, que me obsesiona. Visibilizarla, hablar de ella. Es transversal a nuestra existencia como mujeres y lo es para los niños.
Me interesaba hablar de ese espacio cerrado que es la casa, que es la familia. Desde que tengo uso de razón se dice que es la base de la sociedad, el lugar donde deberías estar segura, donde no debería suceder absolutamente nada que pudiera dañarte ni psicológica ni físicamente, pero creo que ese es el lugar donde nacen la gran mayoría de monstruos a nivel mundial.
Tocarla, pensarla, reflexionarla, compartirla. Hablemos de esa violencia.
En el libro también aparece la violencia al migrante, no solo por el país de acogida, sino de los compatriotas que se quedan en el país natal…
Mi migración ha sido distinta a la de mis compatriotas, pero sí he vivido que no se me dé un trabajo o un espacio por ser extranjera. Es algo disimulado y te enteras después, pero pasa.
Luego decides quedarte en el país, pero nunca vas a pertenecer porque no naciste ahí.
Pero, al regresar, como hice yo a Venezuela en 2012, te dicen cosas como «es que tú ya no eres de acá, no has estado en la familia». Eso me dijo una hermana. Ya no eres.
Otra gente que me dice que ya no hablo, no me muevo, no me visto como venezolana. Y hay otra sensación, una que no tiene palabras. Sentía que no había lugar para mí, que no te muestran el lugar. Llegué a sentir miedo del país.
Amo Venezuela y amo Perú, pero siento que no soy exactamente de ninguno de los dos lados.
Es un no pertenecer doloroso, no poder sentirte totalmente aceptada en ningún lado. Es un no ser.
Luego Venezuela se me vino encima y me di cuenta de que por años habría reprimido mi venezolanidad para adaptarme al lugar donde estaba viviendo. Ahora me estoy dejando fluir.
Martha sufre un curioso proceso con las palabras. Olvida cómo se dicen algunas cosas en Venezuela y las dice al modo de Perú. Las palabra, ¿se olvidan y se arrinconan para no recordar o para sobrevivir en el lugar nuevo?
Creo que son ambas cosas. Hay muchas cosas que he olvidado como mecanismo de defensa. El olvido es una manera de sobrevivencia.
Por ejemplo, a mí se me escapó un «estoy arrecha» (estoy enfadada) y en Perú es otra cosa (estar excitada). La gente me miró sorprendida. Cuando llegué a Lima, en 1994, no había apenas venezolanos. Lima era otra. Ahora se ha llenado de acentos.
Son palabras, tonos de voz, modos de hablar. Los venezolanos hablamos más directos, frontales. En Perú es distinto y también modifiqué esto. Te tienes que adaptar.
Fui adormeciendo mi venezolanidad. No sé si fue para encajar o para gustar, para mimetizarme para sobrevivir.
Pero dices que luego «Venezuela le cayó encima»…
Cuando pasa lo de Venezuela (la crisis de estos últimos años) empiezo a sentir en el pecho que algo se resquebraja, se rompe.
Hablaba con mi familia y les decía lo que había visto y vivido cuando estudiaba en la Unión Soviética y me decían que no, que no iba a pasar algo así.
Luego la gente empezó a migrar y a caminar por las carreteras, la gente con sus niños en brazos.. Todo me resultó sumamente doloroso. Y me vi confrontada conmigo misma cuando llegaron a Lima.
Es como si rompieras un huevo y saliera de dentro una mariposa de colores.
Venezuela me cayó encima para que mi venezolanitud volviera a salir, fuera más libre. Soy una peruana que nació en Venezuela. Es doloroso.
Hay una escena, en una cafetería caraqueña, en la que todo es chévere. Hasta que una simple pregunta desata los demonios de todo el mundo.
Quería que una palabra explosionara todo. Es lo que está debajo y hay capas y capas.
Detrás de la alegría, de lo lindo y lo chévere está el dolor, la tragedia. Y, el hecho de que seamos así, el «de todas maneras lo pasamos chévere», ha perpetuado esta situación tantos años.
Hace un retrato exhaustivo de Venezuela, bastante detallado para quien la conoce, con luces y sombras. Pero nos coloca en un tiempo indeterminado, no sabemos el año, quién gobierna.
No tenía ganas de contar eso, eso es otra novela para la que me tendría que encerrar, estudiar y ser muy minuciosa.
Lo que muestro es una Venezuela híbrida. Me interesa más la sutileza, la sugerencia.
La mamá y la abuela de Martha son colombianas. En un momento del libro se refleja el rechazo de la migración colombiana por parte de los venezolanos… ¿Tenemos memoria corta?
Eso tiene que ver con mi familia. Mi abuela, mamá y bisabuela eran colombianas. Ellas eran muy pobres y vinieron a Venezuela caminando. Quise usar eso.
Cuando era niña, en el Táchira (estado fronterizo de Venezuela con Colombia), todos eran extranjeros: portugueses, alemanes, turcos, chinos.. Pero había algo doloroso que era esa pugna con los colombianos. En el trato, los apodos, el miedo que se le tenía.
Para la novela hice una investigación amplia y hablé con diferentes personas sobre esto.
Esta cosa es de ida y vuelta. Hoy yo te maltrato y mañana tú me maltratas. No hemos aprendido nada.
El venezolano vivió una época de oro con mucha abundancia, allí llegaron muchos migrantes que hicieron fortunas, pero hubo otros que lamentablemente recibieron rechazo.
Ahora es al revés, este pueblo que tuvo tanto, que no estaba acostumbrado a migrar, salvo para vacaciones o estudiar, le tocó una lección súper dura. Van a otros lugares y reciben puertas abiertas, pero también rechazo.
¿Te sirvió este libro para sanar, para redimirte de tu propia historia?
El acto de escribir sí que puede servir mucho para liberarte, para transformar aquella parte de la historia que te hace daño, que te duele y la tienes ahí guardada.
Hay por ahí (en el libro) algunas escenas que son fuertes. No quise hacer autoficción, por eso transformo cosas.
Por ejemplo, Rodrigo (el hermano de Martha, la protagonista), que está inspirado en este hermano mío, llevan la misma inicial. Pero al escribirlo no me nacía mostrarlo mucho. Retrasé su aparición. Me gustaba jugar mucho a través de los sueños. Jugar con las cosas en el mundo real y onírico.
Dentro de esa limpieza, esa redención y sanación, también hay una oda de amor a tu país natal, Venezuela. Todo está granado de comida, música y olores de ese país.
Fue algo que fue surgiendo. Y nace del viaje que hice en 2012 con dos de mis hermanos, donde volví a sentir los sabores y olores del país. Yo siento que eso es parte del amor.
Igual que la música. Yo quería que Martha silbara cuando estaba en el viaje, que el sonido siempre la acompañara, esa cosa de olor a maracuyá en Lima que se transforma en parchita en Venezuela, el color de Venezuela, el mar, la arena, esa coralina que pisas y no te quema, la belleza.
Siento mucha belleza y mucho amor. Quería hacer un trenzado entre el amor, la belleza y la violencia.
Este artículo es parte de la versión digital del Hay Festival Arequipa, un encuentro de escritores y pensadores que se realiza en esa ciudad peruana del 3 al 6 de noviembre. Sigue aquí toda la cobertura.