En la actualidad, la mayoría de las personas ha acelerado su ritmo de vida a niveles casi irracionales. Todo se quiere conseguir por la vía rápida y la inmediatez nos abruma y corre por nuestras venas con grado de vicio.
Muchos inclinan sus preferencias hacia la comida rápida, ganancias rápidas, diversiones alucinantes, respuestas veloces, aprendizaje a la carrera y, por supuesto, relaciones instantáneas y pasajeras.
La nueva industria de lo instantáneo lucha por instalarse de manera definitiva en nuestras vidas porque el tiempo es escaso.
Nos apuramos en llegar y si nos dejan nos volamos el turno, avanzamos en la línea de los elevados para no hacer la cola o utilizamos las influencias para obtener lo deseado… la carestía de tiempo nos impide hasta mostrar cortesía.
La prisa nos lleva a adelgazar con tratamientos invasivos, a comprometer nuestra integridad en aras de lograr lo que queremos, a irrespetar las reglas del tránsito para evitar los tapones, a permitirles comportamientos incorrectos a nuestros hijos porque no hay tiempo para corregirlos.
Las experiencias derivadas de los actos precipitados pagan un precio muy alto en términos de energía. Un vivir apresurado deviene en un estrés prolongado, en una angustia innecesaria e inevitablemente en enfermedades físicas y emocionales, cuyas curas nos terminan costando más tiempo y dinero del que nos pudimos ahorrar.
La escalera se sube peldaño a peldaño para darnos la oportunidad de sentir y valorar cada esfuerzo, erradicando de nuestro pensar la popular frase “lo que nada nos cuesta, ¡hagámosle fiesta!”.
Recuerden que cada día debemos darnos el tiempo para reflexionar antes de actuar, pero, sobre todo, saborear eso que llamamos vida.