La batalla por la identidad

La batalla por la identidad

La batalla por la identidad

En el mundo contemporáneo, en la moderna sociedad líquida de consumidores, la identidad o las identidades (porque un individuo tiene múltiples identidades, aunque destaque el uso o haga prevalecer contextualmente una de ellas) no son regalos de nacimiento, no son algo dado o meramente heredado.

No se inscriben en un código genético inmutable. Mucho menos aun debe pensarse o creerse que se trata de algo inamovible, dado para siempre y con absoluta certeza de su invariabilidad y eternidad.

Las identidades son, muy por el contrario, proyectos; una tarea que, en base a nuestra condición de “Homo eligens” (sujeto que elige) estamos ineludiblemente llamados a encarar, a realizar de manera prolija, a llevar a cabo con diligencia y con la determinación que las circunstancias favorezcan o permitan, hasta el final de nuestra existencia, por remoto que parezca el destino y por complejo que vivirlo nos resulte.

Antes que algo regalado, antes que una dádiva, más bien, como proceso inacabado, “la identidad es una condena a realizar trabajos forzados de por vida”, sustenta el filósofo y sociólogo polaco Zygmunt Bauman.

En la cultura de consumo, la necesidad misma de consumir se vuelve parte del proceso identitario continuo, sin tregua del individuo, por cuanto impera en la lógica vital de los consumidores la necesidad y tendencia a devenir ellos mismos en productos del mercado.

Este proceso de la relación individuo-mercancía-consumo instaura una dinámica que deviene en parte, quiérase o no, batalla por la identidad.

La lucha por la identidad deriva en batalla de las identidades. Hay un error de simplificación antropológica, social e histórica cuando se afirma que, por ejemplo, América es, en tanto que diversidad étnica, lingüística y cultural, un mosaico compuesto por las raíces indígena, europea y africana.

En esa singularización de las tres entidades se oculta la complejidad, la diversidad misma de cada una de ellas. Indígenas o nativos eran muchos y diferentes (incas, aztecas, mayas, chibchas, toltecas, chichimecas, caribes, taínos, makah, haida, apaches, navajos, hopies, sioux, etc.).

Europeos eran otros tantos (españoles, portugueses, ingleses, holandeses). Africanos, por su parte, que llegaron alrededor de once millones al nuevo mundo entre finales del siglo XV y finales del siglo XIX, eran procedentes de múltiples etnias y regiones geográficas de África, con distintas lenguas, creencias y costumbres (congos, mandinga, minas, fala o fula, calabar, arará, branmara, entre otros).

Decir, pues, soy el producto de la mezcla histórica de tres culturas significa, en buena medida, obviar la diversidad propia de cada una de ellas, reduciendo la mirada a solo tres árboles cuando tenemos de frente a todo un bosque.

En el caso de Cuba, por ejemplo, la presencia asiática constituye una cuarta vertiente étnica que no tiene igual peso siquiera en otras sociedades caribeñas.

El ámbito de la cultura “offline” o desconectada, inherente a la modernidad sólida o del modelo económico hasta la primera mitad del siglo XX, representó un tipo de batalla por la identidad en el que el individuo se representaba a sí mismo con menor fragmentación de sus rasgos identitarios, por cuanto las esferas simbólicas de comunicación, creencias, ideologías, valores, incluso, de producción y de consumo procuraban ser más duraderas, unidimensionales y rítmicamente más acordes con la naturaleza.

Sin embargo, la aceleración en los procesos de industrialización, la supremacía del consumo sobre la producción, la globalización como expansión material y espiritual, las transformaciones tecnológicas y la atomización de la individualidad y la identidad con la comunicación digital y la cultura “online” (conectada), para devenir en identidades (real y virtual) de un solo yo, nos han colocado ante una nueva batalla epistemológica, ideológica y ontológica por la identidad.



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