En materia de tránsito y transporte, la ley le reconoce al Estado unas funciones a todas luces indeclinables, como son la de formular una política apropiada en materia de movilidad, transporte terrestre, tránsito y seguridad vial, las cuales pone bajo su responsabilidad.
Desde luego, entre nosotros una cosa es la ley y otra la concreción diaria de la vida nacional, de la cual deriva una inmensa red de situaciones toleradas por los gobiernos en desmedro del principio de autoridad del Estado.
Y en ninguna otra área como la de movilidad, tránsito y transporte se ha hecho tan patente la permisividad, la incapacidad y la renuncia de las administraciones a su papel de reguladoras.
Cogerse una acera —parte de la calle destinada para el uso de peatones— para poner un taller de mecánica, ebanistería, desabolladura y pintura, tapicería o un puesto comercial de ropas y alimentos, puede ser verificado en cualquier parte del país. Y lo mismo puede ser encontrado en la calzada —parte de la vía destinada para el tránsito de vehículos—, obstruida o usada por los particulares como quien dispone de un bien propio sin temor de sufrir una consecuencia legal ante los gobiernos locales o el Gobierno central.
Establecer una ruta para el transporte público de pasajeros se hace mediante los mismos procedimientos utilizados para apropiarse de una acera o de una calzada para operar un taller, improvisar un mercado o abrir un punto comercial. Y como se trata de una vía pública, que para el sentido común es de nadie, se da por sentada la adquisición de un derecho.
Cuando el Estado permite, o concede, la operación de un servicio público como el del transporte, no debe renunciar a la facultad de regulación que le impone la ley.
Hacerlo priva a los usuarios del orden y de la calidad deseables, tanto por la dignidad de las personas, como por su seguridad.