No sé, hijo mio, si celebre o llore la noticia que me das de haber sido honrado con esa toga. Contémplote en una esclavitud honrosa; mas, al fin, esclavitud.
Ya no eres mío, ni tuyo, sino todo del público.
Las obligaciones del cargo de juez no solo te emancipan de tu padre, también deben desprenderte de ti mismo.
Ya se acabó el mirar por tu comodidad, por tu salud, por tu reposo, para mirar por tu conciencia. Tu bien propio lo has de considerar como ajeno, y solo el público como propio.
Ya no hay para ti paisanos, amigos, ni parientes. Ya ni has de tener patria, ni carne, ni sangre.
Quiero decir que no has de ser hombre. No por cierto, sino que la razón de hombre ha de vivir tan separada de la razón de juez, que no tengan el más leve comercio las acciones de la Judicatura con los afectos de la Humanidad.
Estas sabias palabras del ensayista español Fray Benito Jerónimo Feijoo, remitidas a mí por el prestigioso abogado Emigdio Valenzuela Moquete, vienen como anillo al dedo en estos momentos en que se escogen jueces para distintas cortes nacionales, y tanto los que nombran como los que son nombrados, deben tener muy en cuenta.
No quiero decir- concluye el sabio español- que el juez sea feroz, despiadado y duro, sino constante, animoso, íntegro.
Difícil es, pero no imposible, tener alma de cera para la vida privada y espíritu de bronce para la administración pública. Si padeciere el corazón sus blanduras, esté inaccesible a ella el sagrado alcázar de la Justicia. Dícese que las amistades pueden llegar hasta las aras. Pero en el templo de Astrea deben quedar fuera de las puertas.
A quien le sirva el sombrero, que se lo ponga.