
SANTO DOMINGO.-La historia de vida de Juan Hubieres es una mescolanza difícil de suponer con solo una mirada al perfil del hoy político, empresario y líder sindical.
En sus primeros años, Hubieres trabajó agricultura, hizo de vendedor, fue luchador, ajedrecista y vendedor de periódicos.
Sus vínculos con el transporte llegaron tras alquilar en familia una guagua que, inicialmente, no hizo más que darle problemas; y todo eso, lo combinaba con los movimientos sociales y la rebeldía propia de una era que, para Juan, vino con el de fábrica.
Los inicios
Nació en 1955 en Bayaguana, Monte Plata —entonces bajo la jurisdicción de San Cristóbal— en una familia campesina marcada por el trabajo duro y la autosuficiencia.
Su madre, Catalina de Rosario, y su padre, el agricultor Juan Antonio Hubieres, lo vieron partir muy pronto a los brazos de sus abuelos.
“Esa barriga es macho, y es mía”, recuerda que sentenció su abuelo, Rafael Hubieres, cuando supo del embarazo. Pero fue María Aquino Mejía, la abuela, quien terminó criándolo: “Mi abuela… no me entregó, sino que se hizo cargo”.
A los tres años, tras un ventarrón que la familia leyó como “señal”, la abuela se mudó con el niño al pueblo.
Allí, entre precariedades, ella montó un ventorrillo de subsistencia: intercambiaba racimos de plátanos por dinero o víveres, tostaba café, hacía gofio y sobrevivía con el ingenio de quien conoce la escasez. De ella, Hubieres aprendió la economía de la necesidad y del trueque, además de un sentido práctico que marcaría toda su vida.
Desde los siete años, Juan conoció la calle como espacio de trabajo.
Viajaba a pie, en burro o guagua, y convertía cualquier oportunidad en una pequeña empresa.
Recolectaba cajuil, su abuela hacía el dulce, y él lo vendía en las fechas de mayor afluencia a Bayaguana —los “viernes primero” y los domingos de peregrinación al Santo Cristo—.

También lavaba y rellenaba botellas para vender “botella para agua bendita, a tanto”, atendiendo una demanda devocional que convertía la fe en flujo de caja. Se hizo limpiabotas: “Marrón y negro, por cinco cheles se pone nuevo”, voceaba, antes de armar su propio banco y caja de herramientas.
Más tarde fue paletero. El patrón siempre fue el mismo: mirar el contexto, detectar la necesidad, resolverla.
Sembró yuca, batata y arroz; aprendió a tumbar monte, a prenderle fuego a la maleza, a arar con azadón y a abrir surcos en lomas imposibles. De su padre heredó la disciplina del campo —“trabajar en la tierra es de sol a sol”— y el respeto por la dureza del jornal campesino. Con los años, esas escenas de machete y callo conviven en su memoria con la épica doméstica del ventorrillo de la abuela.
Conexión rebelde
A los catorce años se topó con un ring improvisado en el pueblo. La fiebre de la lucha libre —“vampiro, caos, puma”— había prendido en la juventud de la época y un vecino montó un cuadrilátero para los retadores del barrio. Grupos sociales vinculados al Movimiento Popular Dominicano lo vieron pelear y lo reclutaron con una frase que él reproduce con sonrisa: “¿Tú quieres luchar? Ven a luchar de verdad”.
Se convirtió en un lector voraz. Ayudó a fundar el Frente Estudiantil Flavio Suero (FEFLAS) bajo el paraguas del MPD, armando comités vecinales y coordinando huelgas en Bayaguana, que llegó a ser —dice— “el segundo San Francisco de Macorís” por la intensidad de sus protestas.
Su tránsito universitario lo llevó a la UASD. Primero se matriculó en Pedagogía; luego, seducido por un afiche y una charla, se cambió a Cine en la Escuela de Artes.
Con esa base, empezó a producir y vender pósters en Bayaguana: diseñaba, enmarcaba y fiaba; un pequeño circuito creativo y comercial que sostenía sus estudios. Después, su carrera académica siguió en la UCE, donde impartió Sociología e Historia durante años.
Antes de consolidarse como docente, administró tres discotecas: “Me metí en ese mundo, un mundo al revés”, recuerda. Tomó entonces una decisión que exhibe como punto de inflexión: vendió todo y volvió a enfocarse en estudiar.
En lo íntimo, se define creyente (“voy a misa cuando puedo y cuando quiero”) y reivindica una rebeldía de origen: “Nací rebelde”. No la exhibe como gesto romántico, sino como método de vida: romper la costra, como semilla que brota.
Autopercepción
— Apoyo a sectores
Hubieres se autoubica del lado de los oficios informales, los trabajadores sin galardón, la gente que sostiene la ciudad de madrugada. Tal vez porque también lo hizo: vender ropa y zapatos en el mercado de pulgas.