José Rafael

Conocí a Lantigua al coincidir en un grupo de oración alrededor de 1984 en casa de mis suegros, sin idea de que durante las siguientes cuatro décadas desarrollaríamos una buena amistad, de esas que soportan desacuerdos por asuntos poco relevantes como las adhesiones políticas.
Hace días, al llamarlo por la ausencia de sus letras semanales en Diario Libre, me contó que tras su reciente viaje a Turquía regresó enfermo y estuvo internado bajo cuidados intensivos.
Tras su fugaz mejoría, me acongoja enterarme -mientras viajo lejos del país- que el Señor lo ha llamado al Cielo. Admiré cómo fue un real “self-made man”, bendecido con su bella familia tras su matrimonio con Miguelina, y su triunfo como eficaz asesor en asuntos públicos y la comunicación corporativa. Fue excelente ministro de Cultura aunque siempre pensé que debió haber sido secretario de Educación, por su pasión humanista y respeto por las ciencias duras.
A mi juicio la mayor importancia de José Rafael no fueron sus libros, colaboraciones con empresas ni actividad política, desde sus tiempos con Majluta hasta su larga asociación con Leonel, sino su generosidad y calidad humana como promotor literario de obras ajenas, fuera con una recensión puntual, un análisis temático o piadoso silencio ante quienes sólo merecen eso. Fue un hombre bueno, familiar, católico ferviente, excelente amigo y orgulloso mocano.
En el infierno grande que es el diminuto parnaso y la ruidosa ágora literaria dominicana, Lantigua tuvo una rara virtud: dedicar mas tiempo y esfuerzo a conocer y difundir el trabajo y éxitos de otros que a promover los propios o destruir gratuitamente reputaciones ajenas, aun fueran fundadas sobre arena movediza. Ante el tránsito inevitable esos incrédulos repiten “vae victis”, ajenos al significado de nacer para la vida eterna.