¿Cómo transformar la ira en crecimiento personal?

Furia, rabia, ira, estar bien encabronada, pero bien, bien encabronada. No faltan razones y rebelarse pareciera inevitable.
Eso piensa Clyo Mendoza (Oaxaca, 1993), la autora mexicana de la novela que lleva precisamente el título de «Furia».
Las historias y los personajes se mueven por el desierto, el de Wirikuta en San Luis Potosí, un espacio mitológico, brumoso, donde se mezcla sueño, locura, realidad.
El protagonista podría ser Vicente Barrera, un vendedor de hilos, que abandona a las mujeres que ha ido fecundado en sus andares por esas tierras polvosas. Padre de una estirpe de hijos rotos, sembrados en el desierto.
Pero también hay madres solas poseídas por el dolor de la ira. Y una guerra eterna que azota sin motivo y sin perspectiva de un final.
«Furia» es la primera novela de Clyo Mendoza que ya había recibido el premio Sor Juana Inés de la Cruz por su poesía.
Es un delirio donde las mujeres a veces se convierten en hombres y los hombres en perros rabiosos.
El premio Javier Morote la consideró «un Pedro Páramo del siglo XXI», asimilándola al clásico de Juan Rulfo.

«Mi familia es migrante en el mismo espacio geográfico, de comunidades pequeñas que entraron en conflictos bélicos por infidelidades o problemas con el territorio, con el saqueo y los desplazamientos forzados.
«Eso hizo que perdiera el rastro de donde veníamos, las lenguas que hablábamos, lo que deja un vacío inevitable, y también está la mitología familiar, que es la literatura oral que bebí, de la que me alimenté».
BBC Mundo habló con Mendoza en el marco del festival Centroamérica Cuenta, que se realiza en Guatemala entre el 19 y el 24 de mayo.

La historia parte con Lázaro y Juan, soldados de bandos opuestos que después de matar a un niño deciden desertar. ¿Qué cercanía tienes con la guerra?
Mi abuelo, el padre de mi padre, que se casó a los 70 años con mi abuela de 15, se refleja en algunos pasajes del libro.
El personaje percibe a su padre tranquilo, pacífico, culto, ha vivido mucho para tener ese carácter.
Yo no lo conocí, pero mi abuelo era un soldado, estuvo en la Revolución Mexicana y sus historias tienen perros demoníacos, calaveras andantes, es la metaforización de la violencia.
No creo que no haya matado, sería inocente pensarlo y empecé a cobrar conciencia de que venía de un hombre así y de que si lo hubiera conocido de joven probablemente lo detestaría.
Pero es mi origen y la guerra ha permeado el pensamiento de mi familia; el tener que acabarse los alimentos aunque ya no tengas hambre y estén casi en estado de descomposición, por el trauma de que va a haber hambruna, sequía.
Tengo ese miedo también fundamentado en la crisis climática, en el hecho de ser madre.
La sensación de la guerra es un síndrome persistente de que algo malo va a pasar y tienes que estar preparado, vives en un estado de estrés y de ansiedad muy difícil de quitar.
¿Cómo deseducarnos? ¿cómo deseducar a nuestros hijos? Es un reto que no logro descifrar, cuál es la salida para hacerlo de otra manera.

Claramente tu abuelo inspira al personaje de Vicente Barrera, un hombre al parecer de encanto irresistible que va preñando mujeres y dejando hijos por el desierto, ¿al final todos podrían terminar siendo hermanos?
Esto de los padres con muchos hijos tiene que ver con mi familia, pero traspasa el tiempo y todavía sucede.
Cuando una es pequeña los padres creen que hablan solos y que no les entiendes o lo vas a olvidar, pero sus historias se quedan de formas muy contundentes y te trastocan.
Mi padre me contó que cuando tenía 10 años llegó una viejita a su casa; su madre le abrió, se sentaron a platicar y resulta que era la media hermana de él. Vio a su madre joven, en la plenitud de la vida, hablando con su hijastra que podría ser su madre.
En otras conversaciones supe de dos chicos que habían empezado a coquetear y en una visita familiar se dieron cuenta de que eran medio hermanos.
Cuando iba al pueblo de mi madre, desde que entrábamos se nos advertía. ¡Cuidado si te enamoras de alguien! puede ser tu primo o hermano y haber anomalías genéticas.

La furia tiene mala reputación aunque dices que para ti es liberadora. ¿Cómo te funciona?
Creo que a muchas nos educaron bajo la idea de que si te enojas eres mala. Mi propia educación bebía de lo católico, de lo conservador.
En rebeldía con esas premisas vitales me volví muy rebelde en mi adolescencia, muy animal, muy salvaje; me fui a vivir a otro lado, me distancié de mi de familia de formas radicales.
Viví una vida salvaje con otras mujeres en esa aspiración de juventud de alejarse de lo que nos habían ofrecido como verdadero: la familia, el dinero, los trabajos.
Llevo tiempo explorando y escribiendo contra esto y todavía cuando me enojo por cosas justificadas siento que estoy atentando contra un orden que es mejor no alterar.
Lo estoy trabajando porque soy una persona que padece la ira por los abusos, por los lugares donde he vivido y sigo viviendo, por la gente que me ha acompañado.
Paso un porcentaje alto de mi cotidiano encabronada.
Lo he platicado con Belén López Peiró (escritora argentina) durante la residencia de la Fundación Finestres en España. De pronto veíamos que la policía agredía a un migrante, e íbamos allá; alguien quería patear a un perro e íbamos hacia allá; se volvió una amistad, una asociación liberadora.
Pero en algún momento nos dimos cuenta: amiga, estamos enojadas todo el tiempo, cuánta energía soltamos cada vez que nos enfrentamos a algo o a alguien. Qué descanso sería renunciar a la ira algunas veces y al mismo tiempo, ¿cómo discernir? Porque también es muy necesaria.

¿Para qué la has necesitado?
Si no sintiera ira en momentos determinados no protegería a la gente que amo. La ira puede impedir injusticias o por lo menos acomodarlas en el lugar que le corresponden, nombrarlas.
Un montón de levantamientos sociales, de revoluciones han tenido que ver con la ira, con hacer una afrenta a esa aparente calma.
Me interesan mucho las filosofías más hedonistas como el shivaísmo y los arquetipos del dios Pan, en un intento de pacificar al mundo en el futuro.
Habrá religiones que digan que la ira es negativa y que la vamos a tener que mitigar para llegar a un orden; nos darán parámetros morales altos, pero inaccesibles porque no van con nuestra condición humana salvaje, animal.
A lo mejor la ira y la tristeza nos van a llevar a sociedades más elevadas; no el ignorarlas, ni someterlas; sin embargo, es difícil hacer el equilibrio.
¿Cómo te ha servido tu lado salvaje?
Me ha hecho defenderme y salir de estados de crisis o de opresión fuertes.
Cuando era niña me perseguían unos chicos, porque en el pueblo se estilaba robar a las niñas; las llevaban a sus casa y las embarazaban por la fuerza.
Yo tenía 9 años y ellos tendrían 18. Sentía que me estaba volviendo un animal huyendo de su depredador; era muy nítida la sensación: ir en bicicleta a toda velocidad, arrojarla por un barranco, bajar corriendo por caminos de muchas espinas, encontrar una suerte de nicho y meterme ahí.
En mi imaginación infantil, era tan insoportable que lo convertí en un juego, hasta que me enojé, y dije: no puedo defenderme, mis padres no me van a defender por las convenciones sociales de las comunidades.
Entonces acudí a mi abuela, que es muy salvaje. Había pasado por lo mismo y sentía que iba a entender mis circunstancias. Sabía que ella tenía un arma y en mi inocencia, el arma tenía que ayudarme.
Llamó a mi abuelo, salieron una tarde, y agarraron a los muchachos; jamás me volvieron a molestar. No los lastimaron, pero alguien mostró su ira y defendió.

«Cuando él se fue, ella comenzó a encarnarlo, caminaba como hombre, se vestía como hombre y seducía como un hombre a las muchachas, dicen que alguna vez hasta se pegó a sí misma». ¿Por qué tratas la mutación de los cuerpos hacia el género opuesto o hacia la bestialidad?
Son cosas que siempre han estado en mi ser.
Nunca me he identificado con una persona heterosexual y como muchas de mi generación, he vivido la disforia física, también por consecuencia del abuso. Después de una violación, pasé por un estado donde no sabía cuál era mi cuerpo, quién era yo.
Luego pasó que mi hermana estaba transicionando. Fue la primera persona a la que pude contarle lo que me había sucedido. Vi una rabia inmensa en ella, en él en ese entonces, que quizás precipitó su transición.
De pronto se identificaba como una persona no binaria y luego ya era una mujer. Percibí dos corporalidades con quien que crecí, porque nos bañaban juntos.
Ahora es mi hermana chiquita y hay ternura también hacia un cuerpo perdido, un cuerpo recuperado, un proceso de duelo.
Pero además de una identidad, tiene una postura política frente a las violencias que los cuerpos de las mujeres de mi familia habían padecido. Era un hombre muy tímido y ahora es una mujer muy brava.
En general, los hombres son los depredadores en el libro y las mujeres son las presas. ¿Sigues teniendo esa sensación?
Trato de desautomatizarlo porque he encontrado hombres luminosos.
Todos tenemos múltiples tonalidades, compartimos matices y podemos volvernos agentes violentadores o depredadoras. Incluso en el proceso de la violación, el violador tenía una cómplice, una chica que le ayudaba. La violación fue de parte de mi pareja con sus amigos, me ponían cosas en la bebida y una amiga era importante, daba la confianza.
Fue brutal irme dando cuenta después, con el caso de Gisèle Pelicot, de que estas cosas pasan, porque lo tenía soterrado.
En el sometimiento químico tu depredador ni siquiera te da la posibilidad de la huida. Ni los cazadores hacen eso con sus presas.
Incluso en la cosmovisión wixárika, la deidad es un animal cazado, el venado azul, pero lo persigues, lo conoces, aprendes a escucharlo, a interpretarlo.
Al final no sabes si el animal fue quien te cazó, porque le entregaste tu vida entera.
Pero en estos procesos, que además se mezclan con lo romántico, es fuerte vincular la violencia al amor. Me ha costado, creo que es urgente hablarlo, las masculinidades todavía están adormecidas.

¿Cómo serían unas masculinidades despiertas?
Atentas, vulnerables. La imposibilidad de la vulnerabilidad me parece brutal, se vuelve síntoma de enfermedades agudas, en unas sociedades individualistas a más no poder.
Abogo por pensar en las personas más oprimidas, porque las masculinidades también nos habitan a las mujeres, nos las han inseminado igualmente.
Hay que saber cuándo estamos depredando y promoviendo las mismas ideologías de sometimiento en nuestras hijas, en nuestras madres.
Casi siempre esos ejercicios se dan en lo doméstico, no en grandes asambleas, sino en pequeñas acciones. Lo digo porque creo que me he visto también en muchos momentos jugando ese rol.
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