Era el día de la boda de su hija. Don Vito Corleone recibía a un suplicante que nunca demandó su ayuda o su consejo. Que tampoco lo invitó a su casa, le brindó su amistad o lo trató con cortesía.
Y que con su petición de última hora pretendía abusar de su poder sin haberse ganado su respeto.
¿Cómo olvidar aquella escena de “El Padrino”, con más sabiduría para países pequeños que la encontrada en cualquier manual de diplomacia, aún y si los medios con que cuentan son totalmente diferentes?
Las ofertas que hace don Vito son irrechazables por apoyarse en la violencia. Las de los países pequeños son tan atractivas como sólidas sean sus instituciones, firmes sean sus leyes e instruidos sean sus habitantes.
Sir Robert Cooper, en su reciente libro “Los Embajadores”, cuenta cómo Dinamarca y Finlandia manejaron las embestidas de Hitler y de Stalin sin perder su dignidad.
Ambos tenían claro que factores totalmente ajenos a su control determinan su política exterior.
Dinamarca demostró su neutralidad en los momentos más álgidos de la guerra. Mantuvo sus lazos comerciales con Alemania y con el Reino Unido y protegió a su población judía hasta el final. Ni siquiera el último jefe nazi de ocupación pudo impedir que los daneses ayudaran a sus connacionales de origen judío a escapar a Suecia.
Aún ocupados por los nazis los daneses practicaron el “gobierno como negociación”, manejando con destreza sus asuntos internos con la presencia de apenas 79 alemanes, frente a 1,500 en Holanda.
Cuatro fueron, según Cooper, los pilares del bien ganado respeto danés.
Primero, fortalecer la sociedad a expensas del gasto militar, preparándola para sobrevivir la ocupación sin caer en el colaboracionismo.
Todos los partidos respaldaban este enfoque, puesto en práctica por los gobiernos socialdemócratas.
El segundo fue la destreza de su Primer Ministro, Scavenius, para negociar permanentemente usando las tácticas dilatorias que permiten las instituciones democráticas. Cuando llegó la presión contra los judíos daneses, otra era la marea.
El tercero fue la naturaleza cambiante del poder. De una Europa dominada por los nazis surgiría otra bajo la hegemonía estadounidense y soviética, teniendo Dinamarca la suerte de haber sido ocupada por el británico Montgomery antes de que Stalin lograra controlar el puerto de Jutlandia.
Y el cuarto fue su vecindad con otro país neutro, Suecia, válvula de escape para los daneses de origen judío.
Finlandia en cambio sí debió luchar por su libertad. Fue tal el heroísmo de sus 345,000 soldados que fueron necesarias sucesivas oleadas de hasta un millón de soviéticos para forzarlos a negociar un armisticio.
Y aún confrontando la derrota sus instituciones siguieron funcionando y sus procedimientos se siguieron respetando, debiendo el propio Stalin sentarse con ellos en Moscú.
La credibilidad del Primer Ministro Paasikivi, negociador obstinado y demócrata consumado, era más valiosa que cualquier gobierno títere dirigido por comunistas desarraigados. “Cualquier país que luche con tanto valor por su independencia merece consideración”, declaró Stalin.
Frente a vecinos poderosos, Dinamarca y Finlandia inspiraron respeto al respetarse a sí mismos, sin jamás decir una cosa y hacer otra.