En modo alguno es inocuo el régimen de la información. Muy por el contrario, en tanto que estrategia de poder y dominio centrada en la vigilancia electrónica y digital (panóptico digital), perfecciona constantemente, aunque sin mostrarse visible, sus mecanismos de control, sus micropoderes, sus cebos seductores, sus encantamientos intangibles de autoexplotación.
“Lo decisivo para obtener el poder es ahora la posesión de la información. No es la propaganda de los medios de masas, sino la información, la que asegura el dominio”, dice Byung-Chul Han en su ensayo titulado “Infocracia. La digitalización y la crisis de la democracia” (Taurus, Barcelona, 2022, p. 24).
Vivimos una inocultable degeneración de la democracia, cada vez más apabullada, desde su propia esencia, por discursos populistas e ideologías fanáticas o extremistas, alimentados por la falta de educación y las carencias que subyugan a los estratos sociales más vulnerables y económicamente deprimidos.
Este proceso, cuyo componente socioeconómico es inocultable, está estrechamente asociado a la erupción volcánica generada por una suerte de frenesí en la comunicación y la información, donde el dato ha reemplazado al relato, la afición dogmática a la cifra ha absorbido la magia creativa de la palabra, mientras que la desinformación orquestada irresponsablemente ha desplazado la información genuina y ética.
Con el subrepticio propósito de hacer más eficientes los mecanismos intangibles de vigilancia y perfeccionar los prototipos de seducción para el consumo delirante, el medio electrónico o digital se ha erigido en poder omnímodo, dando lugar a una mediocracia con pretensión de cretinización de los individuos y de asfixia de la tradición humanística. En tanto, la infocracia es el recurso de dominación y control de la sociedad en base al manejo capcioso y la manipulación de los datos, so pretexto del poder de la información.
Desde una óptica poco optimista, Byung-Chul Han entiende que en perspectiva, la política va a ser sustituida por una gestión de sistemas que descansa en los datos, lo que implica sepultar la idea de la democracia basada en el sistema, cuestionable, de partidos políticos.
Esta degeneración de la institucionalidad democrática dará paso, consecuentemente, a la “infocracia como posdemocracia digital” (p. 63). La posverdad, en su naturaleza de argumento fatuo con fines antiéticos, ha puesto en jaque el valor absoluto de la verdad.
La posdemocracia digital, como infocracia, ha forzado una recomposición en la relación de control y dominio de los poderes fácticos, que pone en peligro los valores democráticos.
De hecho, lo fáctico mismo, considerado como lo concreto, al ser desplazado por la urdimbre de los datos y por el medio digital, está dando lugar a un estilo de vida y un mundo posfácticos.
El metaverso es una evidencia incontrovertible. También lo es el déficit de libertad en la voluntad individual a que obliga la vigilancia digital.
El régimen de la información contiene los ingredientes opresores de una dictadura posfáctica. Este hecho hace que cobre validez el argumento de Edgar Morin (Paidós, 2022) según el cual estos tiempos del siglo XXI exigen la puesta en valor de una política de civilización que devuelva los valores positivos y optimistas de la cultura, el pensamiento y la sociedad.
Porque la actual progresión, a todas luces desenfrenada, en lo económico y lo tecnológico comporta, paradójicamente, una regresión política y civilizatoria.
La pandemia de la Covid-19 está siendo opacada por una “infodemia” a la que, de acuerdo con el director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, también la humanidad ha tenido que combatir a favor de la verdad. De ahí el frenesí comunicativo digital que deriva en “teatrocracia” y “telecracia” como epifenómenos degradantes de la vida democrática, donde la falsa información rebasa la relevancia de los hechos.