Apesar de vivir en medio del Caribe y ser un objetivo tradicional de los fenómenos naturales, nunca como nación pensamos realmente en el “después”. La resiliencia no es un concepto romántico, es una necesidad vital para volver a arrancar después de cada golpe de la naturaleza. Tenemos muchos planes, incluso podría decirse que hasta “un dinerito” reservado para resolver, pero cuando llega el momento, no sorprende ver la descoordinación evidente entre los distintos órganos del Estado.
El Gobierno central asume lo suyo, y los gobiernos locales lo propio. Sin embargo, son estos últimos los que pagan las “facturas” con las zonas devastadas, porque son, sin dudas, el gobierno más cercano a la gente. Son quienes enfrentan la desesperación, el lodo, las calles intransitables y las miradas angustiadas de los vecinos que esperan soluciones inmediatas.
Ante el paso del meteoro atmosférico Melissa, las cosas, desde lo local, se percibieron diferentes, especialmente en las grandes ciudades. En el Distrito Nacional y en Santo Domingo Este, el despliegue de los principales ejecutivos municipales fue más que evidente, y eso merece destacarse. Fueron a los pun
tos más vulnerables de sus territorios a palpar vívidamente la realidad, escuchar a la gente, llevar algunos alivios y, sobre todo, obtener materia prima vital para planificar soluciones a corto, mediano y largo plazo. Esa presencia directa, humana y comprometida, marcó la diferencia.
Pero si algo debe subrayarse en esta experiencia, es la confianza. Porque sin confianza no hay cooperación, y sin cooperación no hay resiliencia posible. Esta vez, la ciudadanía se integró de
manera activa a través de las juntas de vecinos, clubes deportivos, iglesias y demás organizaciones comunitarias. Lo hizo porque sintió que sus autoridades estaban allí, no sólo para dirigir, sino también para escuchar y trabajar junto a ellos.
Esa confianza fue el puente entre la prevención, la mitigación y la respuesta.
Donde hubo cercanía y comunicación, hubo resultados. Donde el liderazgo local se mostró visible, la gente se movilizó con propósito. No fue una acción impuesta desde arriba, sino una colaboración natural
que devolvió a la comunidad su rol protagónico.
Y hay que reconocer algo más: el papel de los empleados municipales y brigadistas, quienes son los verdaderos héroes en estos casos. Son ellos los que se lanzan a las calles en plena tormenta, despejan escombros, rescatan personas, restauran servicios y devuelven un poco de esperanza a los barrios golpeados.
Su entrega, muchas veces anónima, sostiene la columna vertebral de la gestión local en los momentos más difíciles.
La gestión del riesgo, entendida desde lo local, no puede limitarse a protocolos fríos o a operativos de emergencia que se activan cuando ya es tarde. Debe formar parte de una cultura ciudadana, sostenida en la planificación y la participación. El conocimiento del territorio, los mapas de vulnerabilidad, las rutas de evacuación y los equipos de respuesta comunitaria son herramientas que sólo funcionan cuando existe
confianza mutua.
Lo ocurrido con Melissa nos deja una enseñanza: la resiliencia no se decreta, se construye. Y se construye con liderazgo, coordinación y empatía. Las ciudades que sobreviven no son las más ricas, sino las que logran organizarse y mantener su tejido social unido.
El paso de este fenómeno atmosférico debe servirnos para revisar nuestros mecanismos institucionales, fortalecer los vínculos entre el Gobierno central y los gobiernos locales, y, sobre todo, consolidar esa confianza ciudadana que demostró ser el verdadero motor en los momentos más críticos.
Porque sin planificación no hay desarrollo, pero sin confianza no hay futuro