Los héroes invisibles del adiós final: quienes aseguran un funeral digno

Adiós
Dice el refranero popular que lo único seguro en la vida, paradójicamente, es la muerte. Sin embargo, basta con leer esa palabra para que algo se remueva por dentro: los ojos se abren, los labios se entumecen, las cejas se fruncen, se exhala con fuerza y se traga en seco. En resumen, muchos no están preparados para enfrentar esa fase inevitable.
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De hecho, debido a la idiosincrasia del dominicano, según la psicóloga Cinthia Ortiz, cuando alguien menciona en medio de una conversación que ya tiene preparado su plan para los actos fúnebres, por lo general, quienes le rodean se sorprenden. Y es común que quien sí ha tomado esa decisión lo justifique diciendo: “No quiero dejarle líos a nadie”.

La terapeuta familiar Miosotis Grullón comenta que, aunque en algunos sectores la preparación anticipada es más común, en general, no las personas no suelen estar listas para enfrentar ese momento.
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La especialista señala que, en la cultura dominicana, la muerte suele percibirse como algo catastrófico, lo que lleva a muchas personas a ignorar conscientemente que ese momento llegará. En ciertos estratos sociales, además, es común que las honras fúnebres se realicen sin planificación previa, ya que la comunidad, familiares y vecinos, se une espontáneamente para asumir la situación.

Sí, así es. El proceso de dar el último adiós a alguien no solo implica respetar un duelo y un dolor inmenso, sino que también conlleva una gran responsabilidad. Es ahí cuando entran en juego, y hasta se convierten en un rayo de calma en medio de la turbulencia, quienes se dedican a organizar todos los elementos relacionados con el velatorio y el sepelio de una persona.
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Son aquellos que, en muchas ocasiones, se transforman en el soporte emocional de quienes deben despedir a un ser querido, amigo, conocido o compañero. Su participación suele ser silenciosa, pero esencial. Y sólo se tiene contacto con ellos cuando un familiar asume la difícil pero necesaria tarea de organizar la caravana de despedida.

Saturnino Germán del Orbe es uno de esos héroes silenciosos. Motivado por la empatía hacia sus vecinos, se adentró en el poco mencionado, y muchas veces subestimado, mundo de la fabricación de ataúdes, una labor imprescindible cuando llega el momento de decir adiós.
“Yo comencé a vender ataúdes porque, como dirigente comunitario y fundador de este municipio, siempre que se moría alguien me buscaban. Me pedían ayuda para conseguir el ataúd, y yo hacía lo posible por que me lo regalaran para traerlo al familiar. Siempre me ha gustado ayudar a los demás, porque la gente debe ser despedida de manera digna. La voz se corrió y entonces empecé a fabricarlos. Pero, para serte sincero, más que por dinero, lo hago por servicio. Muchas veces le doy prioridad a resolver una emergencia antes que ganarme un par de pesos”, cuenta Saturnino con humildad.

Con las manos cruzadas sobre el pecho y un tono de voz bajo, admite que sabe que no todos los que se dedican a ese negocio actuarían igual que él. Pero, como él mismo dice, “mi corazón es débil”. Siempre ofrece a sus clientes la opción más económica, hace lo que está a su alcance con tal de que nadie se retire sin una solución.
“Lo único que se necesita para este oficio es ser empático con los demás”, afirma con convicción.
“Lo único que se necesita para este oficio es ser empático con los demás”,
Afirma Saturnino con convicción.
Su trabajo no es sencillo. A menudo se enfrenta al dolor ajeno, al sufrimiento de amigos, conocidos y vecinos que acuden a él en medio de una pérdida. Aun así, Saturnino no duda en brindar lo que tiene, incluso si eso implica sacrificar parte de sus ganancias.

Saturnino, quien lleva cerca de 12 años construyendo ataúdes en el barrio La Piña, en el municipio de Los Alcarrizos, no solo fabrica féretros, sino despedidas dignas. Su tarea no se limita a la madera, los clavos y los adornos, sino que se basa en un gesto de compasión en momentos de profunda tristeza y desesperanza.
Pero la adquisición del ataúd es apenas la primera etapa en la organización de los actos fúnebres. En medio del dolor colectivo, amigos y familiares se reúnen en un mismo lugar para consolarse mutuamente y brindarse apoyo emocional entre abrazos y caricias. Es una cita a la que nadie quiere acudir, y otro de los términos que arrugan el corazón con solo leerlo: la funeraria.

Dania Lluberes, administradora de la funeraria municipal de Los Alcarrizos, explica que aunque el velorio es un escenario de dolor, también es un ritual con su propio protocolo. “La meta es comprender al doliente y presentar soluciones”, afirma. No niega que, en el transcurso del día, al escuchar los gritos de los familiares o al ver llegar los cuerpos de personas que incluso conocía, una lágrima se le deslice por las mejillas. A veces, una presión en el pecho la obliga a detenerse unos segundos… pero alguien tiene que resolver y ordenar.

Mientras conversa con El Día, una ambulancia del Instituto Nacional de Ciencias Forenses (INACIF) llega a la puerta. Dania interrumpe brevemente la entrevista:
“Katherine, en estos momentos está llegando un cadáver al morgue. En cuanto termine el proceso de recepción, te sigo contando. Disculpa, pero el deber llama”, dice, visiblemente comprometida con su trabajo.
Tras completar el protocolo de recepción y traslado del cuerpo al temido “cuarto frío”, Daniela regresa. Con voz firme, pero pausada, puntualiza que lo primero que se enseña al personal funerario es guardar la discreción:
“Lo que pasa aquí, se queda aquí. En un momento tan sensible suelen salir a la luz situaciones delicadas, secretos del fallecido o tensiones entre quienes lo velan. Pero incluso después de la muerte, las personas merecen respeto, y su memoria también”.

Su labor consiste en mantener el equilibrio justo cuando las emociones desbordadas nublan la razón de quienes enfrentan la dolorosa despedida de un ser querido.
En su ensayo «La muerte y el duelo», publicado en la Scientific Electronic Library Online (SciELO), la doctora en medicina Oviedo Soto indica que los rituales funerarios ayudan a aceptar la muerte, procesar el duelo y continuar con la vida. Son esenciales para el bienestar emocional de quienes quedan.
Por eso, adornar el féretro con rosas blancas constituye el último acto de amor que se le puede otorgar a quien, en vida, fue alguien querido, admirado y respetado. Y que, por supuesto, será extrañado.

Las coronas, según el florista José Vázquez, son una representación de respeto de parte de una familia, empresa o institución. Las cintas con los nombres de quienes las enviaron son la última carta de amor para ese ser que ya no compartirá más sonrisas ni miradas.
Vázquez, quien lleva 31 años dedicándose a la floristería, relata que en su establecimiento, coincidentemente llamado “Amor en Flores” y ubicado en el sector Los Ríos del Distrito Nacional, las coronas son más solicitadas que los ramos fúnebres que se colocan sobre el ataúd.

Su labor incluye una coordinación meticulosa con las familias: saber cuándo llegará el cuerpo a la funeraria y cuándo será trasladado, para que las flores estén listas a tiempo.

“A pesar del dolor, uno aprende a trabajar con amor, dedicación y responsabilidad”, señala Vázquez. “Nuestro trabajo no es solo unir rosas ni escribir con delicadeza sobre una banda la fecha de una pérdida. Nuestra misión es transmitir amor en flores blancas que pronto marchitarán, como símbolo de que una vida se ha apagado”.
Estas personas, silenciosas pero fundamentales, se convierten en los organizadores del último encuentro con un ser querido. Con empatía, dedicación y compasión, ofrecen a los dolientes un pequeño, pero sincero, lugar seguro en medio del caos emocional. Son ellos quienes, cuando el mundo parece desmoronarse, sostienen con firmeza los hilos del ritual final, permitiendo que el dolor fluya sin desbordar, que el amor se exprese sin palabras, y que la despedida, por amarga que sea, ocurra con dignidad.
Tal como José de Arimatea y Nicodemo cuidaron del cuerpo de Jesús tras su crucifixión, envolviéndolo en lienzos con esencias y dándole sepultura con respeto y reverencia (Juan 19:38-42), hoy estos servidores contemporáneos continúan esa misión de humanidad y consuelo. En momentos donde todo parece perdido, su labor callada se convierte en un acto de amor y misericordia.
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