Ardila tiene 40 años, es columnista en El Espectador y colaboradora de La Silla Vacía y Vorágine. Abrió un canal de YouTube llamado "La Colombia Nostra".
Cuando en Colombia se habla de política, como en otros países latinoamericanos, se suele pensar en lo que ocurre en el centro de la capital, en este caso alrededor de la Plaza de Bolívar de Bogotá. Pero hay otros poderes casi tan importantes, alejados de ahí, que no generan la misma atención.
Cada región de Colombia tiene sus propias castas: una familia o un grupo empresarial que maneja no solo las dinámicas del poder formal y legal, sino que muchas veces también entiende las formas del poder ilegal.
Y es en la relación entre estas élites regionales y las bogotanas donde se gesta gran parte de las decisiones en este país fragmentado y diverso.
Laura Ardila es una periodista de Cartagena que llegó a Bogotá hace 20 años para trabajar en la sección política de dos de los medios más prestigiosos, El Espectador y La Silla Vacía.
Cubrió el Congreso, el Palacio de Nariño, los partidos políticos, espacios desde donde notó un vacío en lo que a las regiones se refiere.
Se fue para Barranquilla, la ciudad más grande del Caribe, e hizo una larga investigación sobre la familia Char, dueña de supermercados, el equipo de fútbol y un largo etcétera de importantes entidades de la región, y que desde hace dos décadas gobierna en la alcaldía.
Ardila escribió entonces un detallado perfil del clan, su auge político y su interacción con el poder en Bogotá, que iba a ser publicado por Planeta.
Firmaron un contrato, pero cuando el libro estaba listo, la editorial española decidió no publicarlo, porque según dijo en un comunicado «era un texto con importantes riesgos que, como empresa, decidimos no asumir».
Lo que muchos vieron como un ejercicio de censura se convirtió en un escándalo político. Ella recibió amenazas y entró en depresión, pero terminó 2023 no solo con el libro publicado por una editorial independiente (Rey Naranjo), sino consagrada como la «periodista del año» por los premios Simón Bolívar.
Ardila es una de las invitadas al Hay Festival de Cartagena, que se realiza entre el 25 y el 28 de enero. BBC Mundo habló con ella.
¿Por qué dices que para entender el poder en Colombia hay que mirar las dinámicas de poder local?
Ejerciendo en Bogotá noté que en el periodismo había una idea de que la política era lo que ocurre en la capital, en el centro, y que lo demás, lo que ocurría en la periferia, era secundario.
Pero con el tiempo me di cuenta que eso que se creía secundario era en realidad fundamental para entender el poder en Colombia, porque es allá donde se concretan los nexos criminales con la política, donde empieza el narcotráfico, donde está la compra de votos que define elecciones.
Luego leí una teoría del economista estadounidense James Robinson, experto en Colombia, según la cual en este país hay democracia dependiendo de donde tú te pares.
Porque una cosa es el centro de Bogotá, donde están todas esas cortes y entidades estatales, y otra es Bosconia, Cesar, donde el clientelismo define el poder.
¿En qué se diferencian y asemejan las élites centrales y regionales?
Son dos caras de la misma moneda.
Ambas se alimentan, no solo electoralmente, sino también en lo que se refiere a sus negocios.
Su relacionamiento es, de alguna manera, el único vínculo que pueden tener las regiones con el Estado central.
Algo interesante, sin embargo, es que cada vez que hay un cuestionamiento legal, judicial, político sobre esos nexos, la culpa recae sobre la élite regional, y no la bogotana, que al final se lava las manos con la idea de que los corruptos son los de la periferia.
Ejemplos es lo que hay. Y es una dinámica perversa porque evidencia un desprecio por las regiones.
Se dice que las élites en Colombia son como monarquías, donde todo se hereda. Pero también se habla de sistemas feudales, donde una élite domina el poder de una región sometida. ¿Cómo entran esas teorías en tu análisis?
Hay un poco de monarquía y un poco de feudalismo en las élites que gobiernan este país.
En ambas élites es fundamental el carácter hereditario, no solo del patrimonio, sino también de la vocación de poder.
La gran diferencia entre las élites regionales y centrales es que las regionales son caciques electorales, despensas de votos, mientras que las de Bogotá no tienen mucho contacto con la gente: su poder es quizá más potente, porque es el de tomar las decisiones del país.
Cuando las élites regionales tienen aspiraciones muy grandes, o se vuelven incómodas para las élites centrales, les suelen cortar la cabeza.
¿Pero entonces no tienen autonomía estas élites?
La tienen hasta que empiezan a ser incómodas. Por eso les resulta más eficiente articularse a los intereses de Bogotá.
¿Álvaro Uribe, presidente entre 2002 y 2010, que era de una élite rural en Antioquia, es un caso semejante?
Con diferencias sustanciales, pero sí, claro.
Uribe representa el auge de una élite que de alguna manera no había llegado al poder y se alió estrechamente con las élites bogotanas para hacerlo.
¿Qué tan viejas son estas dinámicas de poder?
Mucho. Se puede decir que existen desde la Independencia, porque Colombia siempre ha sido un país desarticulado, o articulado a través de estas conexiones interesadas de sus élites.
Pero son también dinámicas que han cambiado mucho, que van mutando.
Un punto central para entender su manera de actuar hoy, y el cierto grado de autonomía que han logrado, es el momento en que los alcaldes y gobernadores se empiezan a elegir por voto popular (1988) en lugar de ser nombrados por el presidente.
Pareciera que todo esto se remonta al viejo dilema de que Colombia no termina de definirse entre un país centralista o descentralizado.
Así es. Y vuelvo a citar a James Robinson: todos los males de Colombia surgen de las formas de gobierno que nacen de esa disyuntiva.
El narcotráfico, las guerrillas, los paramilitares son manifestaciones de un país desarticulado que no logra controlar sus diversos focos de poder.
Así como son funcionales para el poder en Bogotá, ¿son estas élites regionales funcionales a la gente? ¿Qué tanto representan políticamente?
Estas élites, con toda y su forma de actuar cuestionable, terminaron convirtiéndose en intermediarios entre el Estado y las clientelas, o sus votantes.
Es perverso, porque entre más necesidad haya, entre más pobreza o precariedad de la infraestructura, más réditos políticos le pueden sacar las élites.
Ellos le resuelven problemas a la gente que no logra resolver el Estado y esas ayudas son retribuidas en forma de votos.
Si tu calle está sin pavimentar, y un cacique electoral llega y te promete pavimentarla y lo hace, la gente vota por ellos.
¿Eso explica por qué a algunos de estos caciques la gente los adora, incluso los celebra cuando salen de la cárcel?
Claro. Y no es porque la gente sea corrupta, o bruta, sino porque estos políticos le han resuelto problemas.
Entonces, sí, la democracia colombiana es falaz, es una ilusión, porque está determinada por el dinero, pero también es un sistema que funciona y tiene resultados en algunos sentidos.
¿Eso también explica que sea tan difícil llegar al poder siendo un outsider?
Hay excepciones, hay casos de alcaldes en Bogotá o Cartagena que llegaron al poder con golpes de opinión.
Pero en general, sí, sin entender estas dinámicas corruptas y clientelares, sin apelar a ellas, no es factible llegar al poder.
Por eso es que el cambio tiene que ser estructural y pasa por una reforma política que modifique, que regule, la financiación electoral.
Recuerdo que hace dos años, tú fuiste de las periodistas que denunció el apoyo de élites regionales cuestionadas a la campaña de Petro.
El caso de Petro es un buen ejemplo de cómo un movimiento ajeno a las prácticas tradicionales de la política las necesita, se adapta a ellas, para poder llegar al poder.
Petro se lanzó dos veces antes a la presidencia y no logró ganar sino hasta que llegó un político tradicional, Armando Benedetti, que le organizó la agenda y le estableció la relación con estos grupos de poder.
Otro ejemplo que explica las formas de estos poderes es el transporte: en un país tan difícil geográficamente, si tú no llevas a la gente a votar es muy difícil que lo hagan.
Quizá es porque no tienen dinero para pagarlo, o tal vez culturalmente no tienen la costumbre de votar, pero si no es con ese empujón la gente no vota.
¿Cómo diferenciar la naturaleza normal de la política con esto que tú llamas cuestionable?
Las transacciones son parte del ejercicio normal de la política. Hay un arte en el negociar, en conciliar posturas y llegar a acuerdos y estar dispuestos a sacrificar algo a cambio de una ganancia.
Eso es la política, acá y en todas parte, y hay un margen ahí para la viveza. Lo vemos en vivo y en directo en las sesiones del Congreso.
Otra cosa es la corrupción electoral, que es un cáncer, porque como requiere usar grandes sumas de dinero, está dispuesta a acudir a fuentes oscuras de recursos. Y eso está sancionado por la ley.
Para hacer política tú necesitas grupos, expertos, gente en la calle repartiendo volantes. Y eso no es irregular.
Lo que sí es ilegal es usar dinero ilegítimo, obtenido a través del narcotráfico, por ejemplo, para llegar al poder.