La precaria legitimidad del primer ministro Ariel Henry ha operado, desde el último tercio del año 2021, como su principal obstáculo en el desempeño de su trabajo al frente del gobierno.
El otro gran obstáculo es Haití.
Es un asunto paradójico que puede ser explicado sin grandes dificultades.
Para enfrentarse con alguna esperanza de éxito a las demandas internas, el señor Henry tendría que contar con una solidaridad internacional militante y extendida en el tiempo, pero ningún gobierno de ningún país debe de comprometer los recursos nacionales sobre la base de las emociones.
En el momento en que se escribe esta nota editorial la administración del señor Henry está siendo vapuleada en las calles de Haití por grupos que representan un serio desafío para su sostenimiento en el poder.
Se puede afirmar, y con razón, que sus contrarios políticos alcanzarían el poder —en el caso de que sus aspiraciones terminen coronadas por el éxito— con el mismo vicio de legitimidad que mina las bases del gobierno actual, pero esta sería una premisa de verdad aparente.
La precaria legitimidad de la actual administración se apoya en la voluntad de un presidente que unos días antes de que fuera asesinado en su residencia de Petionville, en las primeras horas de la madrugada del 7 de julio de 2021, escogió a Henry. En nada más.
Ni siquiera en la debida sanción del inoperante Congreso Nacional. La de los otros, en el caso de que llegaran a imponerse, en la insubordinación popular.
En los hechos ninguna de las dos puede ser opuesta a los requerimientos de la política internacional, que deben incluir la administración de fondos de asistencia, la estabilidad y la seguridad de las personas y los bienes.
¿Hasta cuándo se extenderá la crisis de Haití, de los haitianos y la vigilia de sus vecinos?