Hace mucho tiempo que Haití está controlada por bandas criminales. Incluso el quehacer político haitiano está supeditado al accionar de las pandillas que tienen el control real de la mayor parte del territorio de ese país.
La comunidad internacional dejó a su suerte a Haití.
O mejor dicho, lo dejó a la suerte de República Dominicana.
Prácticamente las instituciones estatales son inexistentes o infuncionales.
Las posiciones gubernamentales son casi decorativas, una especie de caricatura, pues las pandillas se imponen a ellas.
Tal situación parece no interesarle a la llamada “comunidad internacional”, la misma que con frecuencia reclama sacrificios a la República Dominicana o la que está gastando miles de millones de dólares en armas para el conflicto en Ucrania.
Haití ahora es tierra de nadie, o mejor dicho es tierra de las pandillas.
La población ordinaria luce acorralada, sin expectativas de que sus problemas puedan siquiera mejorar.
Haití se ha convertido en un gravísimo problema de seguridad nacional para este país, y el secuestro de un diplomático criollo apenas representa una leve muestra de lo que puede ocurrir.
No pasará mucho tiempo para que las pandillas haitianas y su industria del secuestro cruce la frontera.
El secuestro de un diplomático demuestra que a esos grupos no les importa nada, ni siquiera detonar una crisis internacional.
Mientras, nuestro país sufre las consecuencias de los errores cometidos por los haitianos y la comunidad internacional, la misma que mantuvo intervenido ese país por más de 10 años.
El fracaso de Haití es un fracaso de la ONU y de Estados Unidos, pero quien más platos rotos está pagando es uno que no estuvo en la fiesta, República Dominicana.