Cuando se habla del Gobierno, generalmente se piensa en el Presidente de la República y su gabinete.
Para muchos, ese es el Gobierno, y lo demás son tonterías.
Pero la Constitución de la República nos dice otra cosa. El gobierno de la nación, según la Ley de Leyes, se divide en tres Poderes: el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial.
Los dos primeros, agrego yo, se conforman de acuerdo a los resultados electorales, de manera que el partido político que resulta ganador de los comicios cuatrianuales, queda, como es lógico, con grandes cuotas de decisiones administrativas en sus manos.
El Poder Judicial es otra cosa. O debe ser otra cosa. Los jueces que lo conforman, desde el presidente de la Suprema Corte hasta el último juecesito del más remoto paraje, tienen que ser aparte de abogados- gente muy honorable, incorruptible, insobornable y todo lo demás, sin ser dirigentes de ningún partido político ni tener nexos comprometedores con ningún sector de la sociedad.
Como no podemos bajar ángeles del cielo para nombrarlos jueces, tenemos que conformarnos con los que seleccione el Consejo Nacional de la Magistratura. Ahí es donde a la puerca se le retuerce el rabo.
El Consejo Nacional de la Magistratura tiene sobre sus hombros la responsabilidad más grande que un ser humano puede soportar, y sus miembros tienen que asumir muy bien el histórico rol que les toca desempeñar. Si no se construye un Poder Judicial diáfano, capaz, transparente, responsable e independiente, la nación caerá indefectiblemente en el abismo.
¡Que Dios ilumine a los integrantes del Consejo Nacional de la Magistratura! ¡Que dejen en sus respectivos hogares la tentación de sacar ventaja con sus decisiones, porque de éstas podrían depender la seguridad jurídica y la seguridad ciudadana de sus hijos y de sus nietos!